lunes, 27 de diciembre de 2010

La herencia olvidada

Las salas de Proa están en penumbras. Sus guías se cansan de repetir a los visitantes que esto se debe a la conservación de las piezas que integran la muestra: una razón muy válida si tenemos en cuenta que la mayoría de ellas son textiles del siglo XIX.  Este inconveniente, sin embargo, es la clave para crear un contexto perfecto e ideal, en el cual resuenan demasiadas ausencias. Porque, si la presencia de piezas es abrumadora, la casi total inexistencia de los hombres y mujeres que les dieron vida es brutal. Ya desde la primera sala, el excelente diseño expositivo de Luis Fernando Benedit, nos hace sentir dentro de un paraíso perdido, donde todo nos es ajeno pero, a la vez, cercano. Las acertadas proyecciones, las instalaciones, que incluyen metafóricos maniquíes negros, y la disposición de las originales vitrinas, nos acercan a la cultura de las Pampas, de una manera nueva y muy diferente a la que tradicionalmente utilizan los museos etnográficos. Las Pampas: Arte y Cultura en el Siglo XIX, es una exhibición para vivenciar y conocer en profundidad, no solo el  inmenso legado artístico y cultural de nuestros pueblos originarios sino, también, la estructura política, económica y social de los verdaderos dueños de estas tierras. Parece una obviedad, pero la revalorización y difusión del legado de nuestras culturas  originarias, generalmente opacado por la magnificencia de los grandes imperios americanos o fríamente analizado desde la perspectiva del hombre blanco que las diezmó, es mucho más que justa y necesaria. 


Vista sala 3



El primer espacio está dedicado a las mujeres de los caciques, cuyos sosías pueblan la sala luciendo sus mejores galas. Ataviados con el tradicional quetpám (paño cuadrangular a moda de vestido) y cubiertos con la iculla (tejido que cubre los hombros), ostentan, sobre el fondo renegrido de ambos tejidos, toda la belleza de su segundo ropaje: sus joyas o “prendas” de plata. Tocados, aros, gargantillas, collares, pinches y pectorales conformaban por aquel tiempo símbolos que daban cuenta del poder económico y del capital político de cada cacique. Pero también, transformaban a las mujeres en un instrumento sonoro, aumentando su belleza y fuerza seductora, sobre todo cuando se mecían sobre los caballos. A pesar de que las descripciones de los viajeros hablan de las interminables procesiones de las que participaban las mujeres de cada uno de los caciques, no debemos pensar en ellas como personas dignas de una posición privilegiada ya que, al igual que las cautivas y los niños, constituían la principal fuerza de trabajo. Ellas eran las constructoras y la base de la comunidad, tejían, cuidaban el ganado, armaban los toldos y hasta construían arados, entre otras numerosas tareas. Justamente es la segunda sala la que nos introduce en la vida cotidiana y política de estos pueblos, a través de sus objetos cotidianos entre los que se destacan los juguetes de los niños, los magníficos mantos tehuelches, las palas de telar hechas con costillas de ballena y las ubres y testículos del ganado bovino, utilizados para acarrear agua. El centro del espacio, dominado por un círculo de ponchos, emula el modo en el que se organizaban las asambleas y parlamentos y da escalofríos por la belleza de las prendas y por la energía que desprenden esas falsas almas allí reunidas. Empalmando con el siguiente espacio se comienza a desarrollar aquí el tema de la platería ecuestre: el adorno de sus caballos era, para el cacique, tan importante como el de sus mujeres Es muy interesante  la comparación que se realiza entre las estilizaciones del pehuén (araucaria) y del búho, que aparecen en algunas piezas, y las abstracciones naturalistas del  estilo Art Decó.    

Mujer Mapuche con sus joyas de plata
El Parlamento. Vista sala 2

La sala tres está reservada al caballo, ese animal extranjero que se hizo inseparable de sus nuevos amos y les permitió el desarrollo del comercio con el mundo criollo y, a la vez, la ostentación de un nuevo poder en la guerra. Sus cabezas enjoyadas nos miran desde las paredes reafirmando las palabras de Lucio V. Mansilla: “el caballo indio es único (…) creemos que las extraordinarias características del animal se debieron, en gran medida, al especial respeto que por él sentía el indio. Era antes que nada su amigo”.
La última sala nos sorprende con una ondulante sucesión de ponchos, frente a los cuales serpentean en el aire las fajas mapuches. El poncho, ese permanente y fiel acompañante en la inmensidad de las pampas, era una prenda masculina tejida por una mano femenina. Ponchos pampeanos, araucanos, pehuenches y ranqueles exhiben aquí sus  eternos colores y sus magníficos diseños (algunos de ellos parecen teñidos al batik) ganándole la partida a los austeros y tristes tejidos industriales ingleses. Resguardados tras un vidrio e impecables a pesar del paso del tiempo, se exhiben el poncho que le regalaron al General San Martín durante el cruce de los Andes, el que perteneció al cacique Calfucurá y el que Mariano Rosas le regalara a Lucio Mansilla, su propio poncho, el tejido por su mujer principal: “entre los indios un gaje de amor; como el anillo nupcial entre los cristianos”. 


El caballo. Vista sala 3
El poncho. Vista sala 4


Las Pampas es una muestra que emociona por el alto grado de simbolismo que demuestra su montaje, por las sensaciones encontradas que provoca tanto en los visitantes como en el personal del museo (una de las guías me confió que se sentía especialmente perturbada cuando caía la tarde y los caciques reunidos en el Parlamento de la segunda sala parecían cobrar vida a la luz de los últimos rayos del sol) y por la labor de algunos de nuestros artistas plásticos que pone en evidencia: es notable la cantidad y calidad  de las piezas cedidas por la Fundación García Uriburu.

Texto: Andrea Castro. 
Fotos: Cortesía Prensa Fundación Proa.

Vista sala 3

Hasta el 9/1/2011
Fundación Proa: Av. Pedro de Mendoza 1929
De martes a domingo de 11 a 19 horas
Entrada general $10

www.proa.org

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