domingo, 10 de enero de 2021

El regalo del cielo

Desde hace más de un año la humanidad está atravesando uno de sus momentos más difíciles. La madre naturaleza se está tomando revancha, y harta de la desconsideración de los humanos, parece empecinada en borrarnos de la faz de la Tierra. Quién tendrá las de ganar, todavía es un misterio. Ella parece tener comprados todos los números, es inmensamente poderosa y eterna. Nosotros, en cambio, somos unos pequeños e insignificantes seres efímeros, que dependemos casi exclusivamente de nuestra racionalidad, una cualidad que últimamente está muy poco valorada. La guerra está declarada, y las batallas se vienen sucediendo con resultados positivos y negativos para uno y otro bando. Pero como en toda guerra, en esta también hubo, no hace muchos días, un momento de tregua en el cual solo importó el cielo. Antes de que se termine el impensado 2020, la naturaleza nos regaló la belleza profunda y misteriosa de esa danza interminable que, cada tanto, se empeñan en bailar el Sol, la Tierra y la Luna.

 




Los humanos, embelesados, no pudimos más que bajar la guardia, olvidarnos de nuestros problemas, y rendirnos al encanto de ver como la noche se hacía presente en pleno día. Fue en ese preciso instante cuando todos nos sentimos la nada misma, con razón, porque la somos. Nos hacemos los importantes, pero muy en el fondo, sabemos que no hay creación humana que supere la belleza absoluta y mágica de las obras de la madre naturaleza. Los eclipses de Luna nos han cautivado con su delicada hermosura desde siempre, pero los de Sol nos han movilizado ancestralmente desde tiempos inmemoriales: la llegada abrupta de la noche que oculta impiadosamente la luz del día nos desordena y nos conmueve profundamente porque nos recuerda que, de la misma manera, y de un momento para el otro, se nos puede terminar la vida. Nuestra racionalidad, como siempre, trata de devolvernos la tranquilidad, repitiéndonos, una y otra vez, que lo que estamos presenciando es un fenómeno astronómico que como mucho dura 2 o 3 minutos. Pero nuestro instinto, secretamente se comienza a peguntar qué sería de nosotros si el Sol ya no volviera a brillar sobre nuestras cabezas. La idea de una noche eterna nos acerca a la Muerte de inmediato, poniéndonos cara a cara con esa gran dama que nos obligamos a olvidar para poder seguir viviendo. Quizás sea por esto que, aunque el momento más esperado de un eclipse de Sol es el de la totalidad, el sobrecogimiento inicial que provoca el mismo, da paso a una algarabía desenfrenada solo cuando la sombra de la Luna se vuelve a desplazar inventando un segundo amanecer.

 





En casi todos los eclipses de Sol la vuelta del día se festeja aún más que la llegada de la noche, porque con el arribo de la luz el temor nos abandona, la Llorona se aleja, y la Vida vuelve a ser el centro de nuestra existencia. En un eclipse de Sol, la Luna es esa gran villana que primero nos quita la energía vital de nuestra estrella, desapareciéndola detrás de su sombra (la palara eclipse significa desaparición), y luego, apiadándose de nuestros resquemores, nos la devuelve, riéndose de las exclamaciones, las lágrimas y la alegría de esos diminutos seres llamados humanos. Qué inocentes, qué niños, qué vulnerables, qué ínfimos que somos comparados con ese cosmos inconmensurable que ha librado gigantescas batallas estelares, que sabe de super explosiones, de ordenes infinitos, y de bellezas absolutas. Sufrimos un año para olvidar, y parece que tenemos todas las de perder, pero seguimos sin aprender que no hay manera de volvernos más grandes y poderosos. Violentar, dominar, sojuzgar, corromper y contaminar, ya no son acciones que podamos implementar. Solo el entendimiento y el respeto por las fuerzas naturales que rigen y gobiernan a esta tercera roca contando desde el Sol, nuestra casa, nos permitirán seguir viviendo para disfrutar de muchas más danzas interminables.





Texto: Andrea Castro. 

Fotos: Diario Clarín, Infobae.