Los humanos, embelesados, no pudimos más que bajar la
guardia, olvidarnos de nuestros problemas, y rendirnos al encanto de ver como
la noche se hacía presente en pleno día. Fue en ese preciso instante cuando
todos nos sentimos la nada misma, con razón, porque la somos. Nos hacemos los
importantes, pero muy en el fondo, sabemos que no hay creación humana que
supere la belleza absoluta y mágica de las obras de la madre naturaleza. Los
eclipses de Luna nos han cautivado con su delicada hermosura desde siempre,
pero los de Sol nos han movilizado ancestralmente desde tiempos inmemoriales:
la llegada abrupta de la noche que oculta impiadosamente la luz del día nos
desordena y nos conmueve profundamente porque nos recuerda que, de la misma
manera, y de un momento para el otro, se nos puede terminar la vida. Nuestra
racionalidad, como siempre, trata de devolvernos la tranquilidad, repitiéndonos,
una y otra vez, que lo que estamos presenciando es un fenómeno astronómico que
como mucho dura 2 o 3 minutos. Pero nuestro instinto, secretamente se comienza
a peguntar qué sería de nosotros si el Sol ya no volviera a brillar sobre
nuestras cabezas. La idea de una noche eterna nos acerca a la Muerte de
inmediato, poniéndonos cara a cara con esa gran dama que nos obligamos a
olvidar para poder seguir viviendo. Quizás sea por esto que, aunque el momento
más esperado de un eclipse de Sol es el de la totalidad, el sobrecogimiento
inicial que provoca el mismo, da paso a una algarabía desenfrenada solo cuando
la sombra de la Luna se vuelve a desplazar inventando un segundo amanecer.
En casi todos
los eclipses de Sol la vuelta del día se festeja aún más que la llegada de la
noche, porque con el arribo de la luz el temor nos abandona, la Llorona se
aleja, y la Vida vuelve a ser el centro de nuestra existencia. En un eclipse de
Sol, la Luna es esa gran villana que primero nos quita la energía vital de
nuestra estrella, desapareciéndola detrás de su sombra (la palara eclipse
significa desaparición), y luego, apiadándose de nuestros resquemores, nos la
devuelve, riéndose de las exclamaciones, las lágrimas y la alegría de esos
diminutos seres llamados humanos. Qué inocentes, qué niños, qué vulnerables, qué
ínfimos que somos comparados con ese cosmos inconmensurable que ha librado
gigantescas batallas estelares, que sabe de super explosiones, de ordenes
infinitos, y de bellezas absolutas. Sufrimos un año para olvidar, y parece que
tenemos todas las de perder, pero seguimos sin aprender que no hay manera de
volvernos más grandes y poderosos. Violentar, dominar, sojuzgar, corromper y
contaminar, ya no son acciones que podamos implementar. Solo el entendimiento y
el respeto por las fuerzas naturales que rigen y gobiernan a esta tercera roca
contando desde el Sol, nuestra casa, nos permitirán seguir viviendo para disfrutar
de muchas más danzas interminables.
Texto: Andrea Castro.
Fotos: Diario Clarín, Infobae.
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