Mientras caía la tarde sobre la ciudad de Buenos Aires, la gente se comenzó a reunir en la esquina del Cabildo para disfrutar de un espectáculo inusual, cargado de simbolismos y muy movilizador. Por tercera vez el instrumentista y compositor Llorenc Barber coordinó a varios músicos voluntarios, instrumentistas y artistas invitados para realizar un imponente concierto de campanas en el casco histórico de nuestra ciudad.
La “orquesta” estuvo formada por 34 músicos campaneros, 7 directores de campanario, un director de fuegos, uno de sirena, diez percusionistas y 7 campaneros asistentes, que se distribuyeron en las 60 campanas que sonaron en los 15 campanarios de las once sedes elegidas. Junto a ciudades milenarias como Roma, Londres o Berlín, Buenos Aires es elegida por Barber, debido a esas joyas arquitectónicas que muchas veces nosotros mismos olvidamos poseer. Ayer se lucieron, entre muchas más, las antiguas campanas de San Ignacio de Loyola, los cinco bronces españoles del convento de San Francisco, los claros agudos del pequeño Carrillón de la Casa de la Cultura, la potente y antiquísima campana del Cabildo y sus homónimas francesas, que desde el año 1806 reposan en el Convento de San Juan Bautista. También participaron el Reloj de la Legislatura y el Carrillón más grande de América Latina, ubicado en la terraza de la ya mencionada Legislatura porteña, con sus 30 campanas alemanas que se ejecutan desde un teclado, y la sirena de la Casa de la Cultura, magníficamente manejada por el gran Gillespi.
115.000 personas se acercaron en perfecto orden para disfrutar de este regalo, algunos caminaron sin cesar, (es liberador poder desplazarse por los espacios que en general están dominados por la locura del tránsito porteño), otros miraron las pantallas que mostraron de cerca la ardua tarea de los músicos, y la mayoría se mantuvo expectante, escuchando el diálogo maravilloso de metales que tienen más de cien años, con la vista clavada en lo alto de los campanarios. El apoteótico final llegó con todas las campanas sonando a pleno, junto a la sirena y a una lluvia de fuegos artificiales, que nos inundó el alma. La gente vivó y aplaudió agradecida y los músicos se abrazaron felices en las altas torres. Mientras caminaba por Avenida de Mayo, con el pecho todavía retumbando por la bacanal de sonidos y explosiones, una apareja de jóvenes turistas me preguntó muy amablemente que estaba pasando, en dos o tres palabras les expliqué lo que había sido el evento pero, al retomar mi camino, no pude más que sincerarme conmigo misma y descubrir que era lo que realmente me había sucedido durante esa hora de mi vida. Miles de pensamientos y sensaciones afloraron a mi conciencia en ese momento: orgullo por haber nacido en esta ciudad maravillosa, tranquilidad, porque a pesar de todo lo terrible que hemos vivido como país, nunca esa sirena tuvo que sonar anunciando un bombardeo extranjero, felicidad por haber compartido junto a miles de extraños ese momento y liberación al exorcizar, al menos por un rato, todo lo que cotidianamente nos arrastra a la mediocridad, obligándonos a enterrar nuestras ilusiones.
Texto: Andrea Castro.
Imágenes: Gentileza Clarín y La Nación
Imágenes: Gentileza Clarín y La Nación
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