Crónica del sexto recital de Roger Waters en Argentina
El ritual se repite casi calcado cada vez que un recital de magnitud planetaria aterriza en la inmensidad del estadio de River. La comunión de las afortunadas 40 mil almas que caminan cuadras y cuadras es total, no importan ni el caos de tránsito, ni las colas, ni las horas de espera, ni siquiera el precio de las gaseosas: todo se diluye en el preciso instante en el que uno entra a la cancha y se enfrenta por primera vez cara a cara con el escenario, todavía mudo y en estado de reposo.
Es difícil describir lo que se siente en el momento exacto en el que se dejan atrás las escaleras y por fin se emerge a la grandiosidad de las tribunas de River. Año tras año, recital tras recital, la emoción se siente igual y corre rápida por las venas. Sin embargo este 2012 las cosas son un poco diferentes y el ritual rockero por excelencia luce algo alterado. El impresionante muro a medio construir intimida y marca la cancha de entrada dejando en claro que aquí no habrá divismos pop, ni fuegos artificiales festivos, y mucho menos jugarretas entre el ídolo y su público. La sensación se hace carne en la espera, que carece de los típicos juegos colectivos que se arman de tribuna a tribuna con una ausencia notoria: la ya clásica ola. Solo un ritual surgirá espontáneo y masivo cuando, entre la estudiadísima selección de temas que conforman la previa, se escucha De música ligera, y el estadio entero corea y aplaude la voz de alguien que quizás, algún día, pueda volver a cantar. Pasadas las nueve de la noche los musicalizadores comienzan a afinar la puntería y disparan sobre los asistentes con Imagine y Mother, dos temas del gran gran John Lennon: indefectiblemente se siente que el comienzo está cerca.
La patada inicial llega con los inconfundibles acordes de “In the flesh”, el fuego y todo el poder del ídolo rockero que sale al escenario para transformarse en ese fascista personaje portador de la verdad. El muro se enciende y se transforma en una gigantesca pantalla que aplasta todos los sentidos con sus hipernítidas y terribles imágenes, a la vez que las torres de sonido, ubicadas alrededor y por fuera de todo el anillo de tribunas del estadio, nos atraviesan con el sonido de inmensos motores de aviones de guerra y fuego de metralla. Rasantes, los cazas pasan por sobre nuestras cabezas y todos instintivamente nos damos vuelta buscándolos hasta que vemos a uno de ellos, allí está, cruza el cielo del estadio y se estrella contra el escenario. “The thin ice” llega entonces, desgarradora a través de la intacta voz de este hombre de 69 años, que comienza su catarsis mostrándonos la foto de su padre muerto en la Segunda Guerra Mundial. Los rostros de soldados y civiles, los años y las guerras se van sucediendo tanto en la pantalla central como en el muro, multiplicándose por miles hasta el infinito sobre cada uno de los ladrillos y en nuestra retina. De pronto todos se convierten en un océano de fuego que fluye desde la pared hacia nosotros y el comienzo de “Another Brick in the wall, part 1”, con el primer solo de guitarra de Waters incluido, es solo una mínima muestra de la solidez e impecabilidad de toda la banda. Los helicópteros atronan a nuestras espaldas, el maestro aparece en forma de títere gigante, verde y con los ojos en llamas, nuestros brazos se alzan y las gargantas gritan ese estribillo que tantos directores de escuela deberían escuchar cada mañana. Llegan los chicos que invaden el escenario con toda su fuerza y vitalidad para cantar a voz en cuello, acercarse sin miedo al maestro y echarlo agitando sus manos. Waters se suma a ellos, los acompaña tocando su guitarra y alzando los brazos también, sabiendo que estos pibes argentinos no pertenecen a ningún colegio privado sino a uno de los tantos barrios humildes de nuestro país; mientras, las guitarras de Snowy White, Dave Kilminster y G.E. Smith, acopladas a la perfección con el órgano Hammond de Harry Waters nos van llevando hacia el apoteótico final.
Roger nos saluda ahora en un muy forzado castellano y aprovecha para dedicar la función a las Madres de Plaza de Mayo y a Ernesto Sábato, luego de lo cual nos comenta, ya en su idioma natal, que “Mother” la va a cantar a dúo consigo mismo, gracias a una filmación de 1980 en la que está mucho más joven y mucho más arruinado. Cuesta creer que este atlético señor, tan insólitamente parecido a Richard Gere, pudo haber terminado con su sufrimiento personal simplemente desintegrándose en las manos de la más dulce de las sobredosis. Su fuerza interior, la lucha que libró y plasmó en uno de los hechos creativos más impresionantes del siglo XX, y el sentido que hoy ha encontrado su mensaje, lo ponen, seguramente, a la par de los más afamados candidatos al premio Nobel de la Paz.
“Goodbye blue sky” puebla nuevamente el muro de aviones, un muro que en la semi penumbra del escenario comienza a crecer, rodeando peligrosamente a la banda, que poco a poco va quedando encerrada por los ladrillos puestos a mano por sombras fantasmales que se deslizan sigilosamente entre los músicos. Las bombas comienzan a caer sobre la pared, son bombas con forma de cruces, signo pesos, estrellas de David, medialunas árabes, logos de Shell y de Mercedes Benz que caen y se fusionan en una especie de masa sanguinolenta que amenaza con rebalsar y ahogarnos a todos. El muro nos mostrará y a la vez se nutrirá, para ir creciendo hasta cerrarse, de todo lo que se proyecte sobre él: las fotos de los muertos, las bombas, la sangre, el delirio neonazi, ese grito desgarrador y anónimo que intenta romperlo infructuosamente y, entre otros personajes, las mujeres que marcarán el destino de Pink. Pasarán así “Empty spaces”, “What shall we do now?”, “Young lust”, “One of my turns” y “Don’t leave me now” junto a las proyecciones de las secuencias de animación que crearon el ilustrador Gerald Scarfe y el propio Waters para la película y nuevas escenas que modernizan el discurso de las filmadas por Alan Parker en 1982. Es impactante la proyección de la escena que muestra la cópula entre las dos flores, precedida por horrendas raíces que agitan los ladrillos y los abren sin llegar a romperlos; y la aparición de esa hembra siniestra, que fagocita a Pink como si fuera una viuda negra, convertida en un enorme títere verdoso, macabro y fatal.
“Another brick on the wall, part 3” suma al muro, que a esta altura solo posee tres diminutas ventanitas por donde se intuye a la banda, toneladas de basura televisiva conformada por políticos vomitando sus mentiras, escenas de violencia callejera y avisos publicitarios varios. La pared se transforma ahora en un inmenso televisor, cuya pantalla estalla en mil pedazos porque ya no puede soportar tanta mierda y cobardía. Macabramente liberado, el muro cobra aún más vida y late al ritmo de los ladrillos que intentan despegarse pero inexorablemente vuelven a unirse, cubiertos otra vez por miles de rostros que naufragan y desaparecen en un océano de sangre que se pierde en una negrura infinita. Desde una pequeña ventana que todavía queda abierta, en la ahora espantosa inmensidad del muro, Waters canta completamente desolado “Goodbye cruel world”, mientras todos desesperamos por poder ayudarlo porque lo entendemos, porque alguna vez, o siempre, hemos estado también detrás de nuestro propio muro sin poder salir. Y porque quizás en el mundo entero se estén levantando muros para aislarnos cada vez más los unos de los otros. Con el final del tema la pared se cierra definitivamente y queda sellada, como si el mismo Waters se hubiera amordazado después de decirnos adiós. Los primeros acordes del tristísimo Adagio de la 5ª Sinfonía de Mahler comienzan a sonar y nos anuncian un intermedio que nos dará solo unos pocos minutos de breve respiro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario