Segunda parte de la crónica del sexto recital de
Roger Waters en Argentina
Durante veinte minutos el muro se puebla de fotos de personajes ilustres y desconocidos que han dado su vida por cambiar el destino de esta humanidad que día a día se empeña en destruirse a sí misma, hasta que de pronto se queda mudo, transformado en lo que realmente es, una impenetrable, grisácea y sucia pared que bloquea absolutamente la visión de todo el escenario. Así comienza la segunda parte del show, con una banda que toca “Hey You” e “Is there anybody out there” sin ser vista. Solo las luces, que por encima del muro, se mueven y van cambiando nos dan una idea de lo que sucede allí atrás, son un indicio como lo son nuestros sueños, esos que se desarrollan detrás del muro de nuestra conciencia. Después del maravilloso solo de guitarra acústica que nos estremece hasta los tuétanos, los aviones vuelven a sacudirnos un segundo antes de que un pequeño resquicio se abra en esa inviolable pared y Waters, desde su living de alienado, nos deleite y estremezca con “Nobody home”, dejándonos acceder a un ínfimo pedacito de su cabeza hasta que los aviones vuelven a invadirlo todo y se desata la potente “Bring the boys back home”. A esta altura de la noche es casi insoportable ver a los soldados de las guerras actuales retornando a sus hogares para abrazarse con sus hijos, en escenas desgarradoras que se suceden en el muro junto a frases lapidarias y otras imágenes aún más terribles. El pecho molesta, el aire falta y el dolor ya no se tolera, como tampoco la idea de saberse parte de esta barbarie, por obra de una guerra absurda que hoy a 30 años todavía nos lastima una y otra vez. Roger, ahora ubicado por delante del muro, aúlla su propio dolor, para luego caer nuevamente e impotente entonar “Confortably numb”. Este es el único momento en que Waters aprovecha para tomar un contacto más directo con el público, mientras sus músicos lo apoyan con los coros y los solos de guitarra encaramados en lo alto de la pared: la diferencia de escala que queda así planteada es impresionante. Nuestra alma se desgarra junto a la garganta de Waters y la mente, esa máquina de soñar, clama porque el que esta vez aparezca en la cima del alto muro sea David Gilmour. Con seis River adentro el milagro todavía no ocurrió, quizás en el noveno día Dios se apiade de las almas que pueblen esa noche el estadio. Mientras la guitarra llora su vibrante amargura y Waters apoya su frente contra el muro éste, de golpe, se funde sobre sí mismo en una masa de colores preanunciando un nuevo amanecer.
Las luces de esa aparente bella mañana rápidamente se van poblando de altas paredes que ocultan la naciente luz del sol para dar paso a una asfixiante arquitectura enmarcada por macizas columnas cuadrangulares: con la banda completa ya instalada por fuera del muro llegan “The show must go on” (en una excelente versión semi acústica) e “In the flesh 2”, se despliegan las banderas y todo el estadio se convierte en una gigante manifestación al más puro estilo fascista. La locura va in crescento, miles de martillos marchan sobre el muro y ese ser, hasta ahora empequeñecido y vulnerable se transforma de pronto en nuestro peor enemigo. Nosotros, vaya paradoja, no podemos dejar de resistirnos a su influjo, a sus palabras, a todo lo que nos pide que hagamos. Todo nos persigue y nos amenaza, los martillos están a punto de masacrarnos, un monstruoso jabalí flota sobre el campo, sirenas policíacas y luces nos buscan por los lugares más recónditos de la cancha y hasta el propio Roger toma su ametralladora y, de frente a nosotros, nos dispara a mansalva mientras pregunta cuantos paranoicos están presentes esta noche en el estadio. Estamos en sus manos, paralizados y sin poder reaccionar: la cruel realidad es que este personaje y sus secuaces nos recuerdan demasiado nítidamente otra herida reciente y todavía abierta de nuestra historia.
Nuestro espíritu ahora ya realmente no soporta más, el muro sigue escupiendo sobre nosotros sus horrendas verdades y pedimos piedad a los gritos mientras los martillos nos masacran los cráneos junto a los acordes de “Waitings for the worms”. El propio Waters nos saca del infierno al gritar “Stop” y salir violentamente de este delirio para caer en otro aún peor “The Trial”. Con desesperación nos deslizamos hacia un final que conocemos de memoria, pero por el que clamamos, las animaciones vuelven para darnos el tiro de gracia, pavoneándose a lo ancho y a lo largo de todo el muro hasta que el horrendo juez dictamina lo que tanto ansiamos escuchar: “breaking the wall”. Ráfagas de imágenes se suceden sobre el muro narrando nuevamente toda la historia una y mil veces, mientras que detrás nuestro miles de voces empiezan a gritar la sentencia que se transforma en un mantra, un mantra que finalmente grita todo el estadio a voz en cuello. Por fin el muro literalmente se parte y cae en cascada; en un segundo de gloria ese muro que sin darnos cuenta, porque como en la vida estábamos distraídos en otras cuestiones, vimos levantar ante nuestros propios ojos se desmorona sobre el escenario al mismo tiempo que el jabalí cae sobre el campo y es destrozado por la gente. Nuestro sufrimiento también cede de golpe, para dar paso a una extraña paz y a un inmenso agradecimiento: no alcanzan los gritos, ni las ovaciones, ni los aplausos para expresar lo que sentimos. Con los restos del temible muro a sus pies los músicos con algunos pocos instrumentos se reúnen para celebrar junto a nosotros este inmenso y merecido momento de paz, que nos inunda hasta las lágrimas, con una magnífica y casi bucólica versión unplugged de “Outside de wall”.
The Wall es una obra monumental, una obra que en forma de álbum, película y show ha conseguido que su autor haya podido sublimar por tres el profundo dolor que atormentó su espíritu desde muy pequeño. No todos los seres humanos pueden darse este lujo, porque no todos los seres humanos nacen bendecidos por ese espíritu creativo y artístico que sin dudas eleva a Waters a la categoría de genio musical, sin dejar de lado su profunda humanidad. A lo largo de los años el músico supo madurar su mayor obra de tal manera que logró transformarla en un alegato antibélico pocas veces visto en el mundo del rock, relegando a un segundo plano la profunda crítica que también The Wall realiza sobre el negocio de la música.
Noche tras noche, en un acto de coraje absoluto que dejaría pasmado a más de un psicólogo, Waters materializa su peor pesadilla para luego derribarla y generar una energía tan poderosa que su onda expansiva nos atraviesa de lado a lado el cuerpo y el alma. The Wall Live duele, duele por su extraordinaria belleza y perfección, duele porque desnuda las miserias humanas de una manera bestial, duele porque nos recuerda en carne viva nuestros propios muros y nos exhorta a romperlos en mil pedazos para salir de nuestro rutinario encierro y luchar por nosotros y por los demás.
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