Rojo - negro, vida - muerte, comienzo – final, exterior – interior, jazz
– música clásica, optimismo desmedido – pesimismo perpetuo, vanguardia –post vanguardia, arte para expresarse – arte para vender, arte
para contemplar –arte para decorar, expresionismo abstracto – arte pop, Jackson
Pollock – Mark Rothko.
Estas son solo algunas de las dicotomías que plantea el texto de esta
excelente obra de teatro que transcurre en el estudio del afamado pintor y muestra, a primera vista, su relación con
un nuevo ayudante que comienza a trabajar para él. El momento es el indicado
para esta incorporación porque Rothko (un soberbio Julio Chavez) acaba de
aceptar un encargo de envergadura, la realización de siete murales para el
nuevo restaurante de lujo que se inaugurará en el edificio Seagram de New York.
Con una trayectoria ya consolidada Mark
en realidad no necesita ni por fama, ni por dinero, embarcarse en semejante proyecto pero, por un lado no puede resistirse al pedido de
su amigo Philip Johnson y, por otro lo seduce terriblemente la idea de tener un
enorme espacio para que sus pinturas puedan interactuar, dialogar entre ellas y
“arruinarles” la comida a esos presuntuosos ricachones que al mirarlas se
enfrentarían con el drama de su obra y de la vida.
A lo largo de la trama el aplomado y autoritario artista, que no
quiere transformarse en mentor, ni en padre sustituto de su ayudante, comenzará
a serlo de alguna manera y terminará transformando a ese tímido artista
principiante en un joven seguro de sí mismo. La relación ganará profundidad y
en la confrontación de las dos generaciones ambos encontrarán el espacio ideal para
enfrentarse con sus propios demonios. Red, sin embargo, va mucho más allá y pone en tela de juicio otros temas tan
trascendentales como la humanidad de estos dos hombres.
Grandes filósofos y artistas han pronosticado sucesivamente la muerte
del arte. Rothko cree estar asistiendo, en este momento de su vida y de su
carrera, a su funeral. Muerto Pollock y terminada la eterna rivalidad, al menos
para el fallecido, Mark encuentra ahora nuevos enemigos en el arte pop y en los
inicios del arte conceptual de aquellos años. Si bien le dice a su ayudante que
para crecer hay que enfrentarse y “matar” al padre, como decía Freud, él no
logra darse cuenta que, así como las vanguardias “mataron” al arte académico,
ahora las post vanguardias lo están haciendo con su propio arte. ¿Firmar menús
por dinero como Picasso, es venderse? ¿Warhol era un mercachifle y nada más?
Para Rothko sí, está seguro de ello y trata de que su joven ayudante lo
entienda hasta ejerciendo la violencia sobre él. Pero el joven Ken, parte de
una nueva generación, ve que ese nuevo arte está unido a un nuevo mundo, a un
nuevo paradigma y a una nueva sociedad que será, para bien o para mal,
mercantilista, frívola, cholula y exitista a más no poder. La grandeza de este
nuevo arte, que aún hoy es cuestionado como tal, es que sabe ser funcional a
este hombre nuevo que solo buscará el placer, el entretenimiento, la facilidad
de pensar y la manera de sentir lo menos posible.
La dramática lucha entre el rojo y el negro de una obra de Rothko será
reemplazada indefectiblemente por un retrato de Marilyn Monroe o una lata de
sopa Campbell de Andy Warhol. “Si alguien se compra un Rothko hoy en día es
solo porque hace juego con el color del sillón nuevo o para ganarle a la vecina
que tiene uno menos en el living de su casa”, le dice el pintor a Ken, quien
comienza a intuir que a pesar de toda su arrogancia y sabiduría su “maestro” se
está contradiciendo a sí mismo al
aceptar el encargo de los murales del Seagram por 380.000 dólares. Rothko, al
fin y al cabo, se está vendiendo como los artistas que tanto desprecia. Ken se lo dice sin tapujos en una de las
tantas charlas que terminan en discusiones cuando las cataratas de whiskies
empiezan a hacer su efecto sobre el veterano pintor. De pronto ese jovencito
impertinente se convierte en un hombre que ya no le teme tanto a los arranques
de furia de su “mentor”.
Rothko, dolido, pero intuyendo la verdad, decide ir a
cenar al restaurante recientemente inaugurado y se da cuenta que es una utopía
y hasta una crueldad dejar allí sus pinturas: ellas no se lo merecen. Mark se
da cuenta que es inútil, que nadie las mirará, que nadie reflexionará, ni
dejará de comer absorto en el drama de la lucha de sus líneas y planos de
colores. Por más que él se esfuerce nadie escuchará el diálogo perfecto que sus
murales entablaran entre ellos en ese espacio “sagrado” porque todos estarán
hablando, y hablando, y hablando solamente de sí mismos. Al regresar a su estudio el pintor intentará
buscar con desesperación ese rojo
perdido, esa vitalidad y esperanza que la vida le niegan permanentemente: Ken lo
encontrará desplomado sobre el tacho de pintura roja con sus manos dentro de
ella y mirando el infinito. Rothko está obsesionado con el rojo, lo persigue,
quiere conseguir el tono adecuado para sus obras, pero a pesar de estar rodeado
de él, inmerso en él, solo puede ver negro: su depresión ya es innegable, solo
puede ver al negro tragándose al rojo cada día más. En contraposición Ken
solo ve al rojo porque su juventud, su
pasión y sus ganas de vivir así se lo reclaman. Él, a pesar de haber experimentado
una historia terrible logra que el rojo, su rojo, se transforme y le gane al
negro. La realidad es que ambos extremos no existen ya que la vida está
atravesada por un poco de rojo y un poco de negro sabia y, a veces,
injustamente dosificados.
Rothko es un artista en decadencia
que no soporta el cambio de paradigma que vive el mundo, que está
anclado en el pasado y que no entiende que se puede sobrevivir en una sociedad diferente sin perder las propias convicciones
y sabidurías adquiridas. Solo hay que aprender a adaptarse y tener ganas de hacerlo
a pesar de lo duro, difícil y hasta solitario que puede llegar a ser ese
camino. Pero Mark está viejo, le pesa el pasado y le pesa el futuro. En definitiva
le pesa la vida y ya no puede. El esclarecedor y preciso texto de John Logan termina
antes que la historia verdadera. La ficción no nos mostrará que, para dejar de
ver negro, o para internarse definitivamente en él, Rothko cortará
profundamente sus venas y será encontrado muerto en su estudio en el medio de un charco de sangre rojo, su
propio, personal y único rojo. Antes rechazará amablemente el encargo del Seagram y donará los siete murales a la Tate Gallery
de Londres con la condición de que sean expuestos en la misma sala y en el mismo
orden que él había determinado al comenzar el proyecto. También despedirá a Ken dándole un último
consejo para su futuro artístico: “haz algo, pero algo que sea bueno”.
Mark Rothko: Julio Chavez
Ken: Gerardo Otero
Dirección: Daniel Barone
Paseo La Plaza: Avenida Corrientes 1660
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