Imponentes paisajes nevados
maravillosamente filmados; una tormenta de nieve épica; un refugio de montaña
que parece la casa de la familia Ingalls por lo acogedor y estético; ocho
bastardos entre los que se destacan un negro, un mexicano y una mujer; racismo
y violencia de género al por mayor; y hectolitros de sangre derramada,
conforman esta obra “tarantinesca” al 100%. “Los ocho más odiados” (The Hateful
Eight) es otra nueva excusa cinematográfica que pone en pantalla Tarantino para
seguir reflexionando sobre la violencia que anida en todos los seres humanos
que habitan este planeta. Si en “Bastardos sin gloria”, la acción transcurría
en pleno siglo XX, el siglo que en general se define como el más violento de la
historia, en este film -al igual que en “Django sin cadenas”- Quentin prefiere
centrarse en el siglo XIX para dejar en claro que la locura del racismo y la
violencia no es, ni será privativa de una época histórica, un país, o un
dictador. En “Los ocho más odiados”
Tarantino continúa anclado en el siglo XIX en un contexto parecido al de “Django
sin cadenas”, en el cual los cazarrecompensas y los bandidos conviven con los
veteranos de esa cruenta guerra civil, la Guerra de Secesión, que enfrentó a
hermanos dejando profundas heridas y una grieta que, como se ve a lo largo de
la película, se mantiene viva dividiendo
las más fuertes creencias y acciones de los sureños y los yanquis.
Emulando a la famosa novela de Agatha
Christie, “Eran diez indiecitos”, Tarantino va tejiendo un fino entramado de
intrigas y sospechas en las cuales todos pueden ser culpables, cómplices, o
inocentes observadores de la situación. Y cuando digo todos, me refiero a los
ocho (¿realmente son ocho? y si lo son, ¿cuáles son los ocho?) humanos que
deben soportarse durante un par de días, a la espera de que pase esa inmensa
tormenta de nieve que los mantiene encerrados en un refugio de montaña llamado
la Mercería de Minnie. En esa coqueta y muy bien equipada cabaña enclavada en
las montañas de Wyoming, permanecerán reunidos en una tensa calma hasta que
estalle el baño de sangre: el cazador de recompensas John Ruth (Kurt Rusell);
la delincuente Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh); el ex soldado, devenido
también en cazarrecompensas, Marquis Warren (Samuel L. Jackson); Chris Mannix
(Walton Goggins) quien asegura ser el nuevo Sheriff del pueblo de Red Rock, a
pesar de que muy pocos le creen; el correctísimo verdugo Oswaldo Mobray (Tim
Roth; el vaquero Joe Gage (Michel Madsen, actor fetiche de Tarantino); Sanford
Smithers (Bruce Dern), un viejo General de la Confederación; y Bob (Demian
Bichir), el mexicano a quien supuestamente Minnie dejó a cargo del lugar.
Sin lugar a dudas uno de los
personajes más destacados de la historia es el del Mayor Warren, ex soldado
negro integrante del ejército de la Unión que luego de luchar en el campo de
batalla por su pellejo y por el de los de su raza, lucha todavía por sobrevivir
en una tierra que aún no acepta su condición de ser humano libre. Su
salvoconducto es una carta que le dirigió el presidente Abraham Lincoln, que
custodia con feroz tenacidad, y que, según sus propias palabras, “desarma a los
blancos”. Las rispideces entre Warren, el viejo general Smithers, y el también
ex soldado Chris Mannix (ambos integrantes del ejército de la Confederación
formado por los estados sureños y esclavistas) no tardarán en aparecer. Justamente
será Mannix, el inicialmente incompetente futuro nuevo Sheriff, quien se irá transformando
poco a poco en una pieza fundamental de la historia. De fuertes convicciones
sureñas y “anti-negro” por naturaleza, terminará dándose cuenta que muchas
veces las circunstancias de la vida nos hacen reconsiderar nuestras más profundas
y arraigadas creencias.
Kurt Rusell tampoco se queda
atrás al encarnar a ese cazarrecompensas inescrupuloso al que apodan el Verdugo,
debido a su costumbre de entregar vivos a los fugitivos que apresa para poder
disfrutar de sus respectivas ejecuciones, mientras cuenta el dinero que ha
ganado por sus cabezas. Rudo y violento, por momentos dejará entrever un ínfimo
grado de sensibilidad que lo destacará
por sobre sus compañeros de encierro.
La única dama de esta historia,
la fugitiva Daisy Domergue, recibirá tantos golpes y ofensas como pueda
soportar (por momentos la constante violencia de género presente da
escalofríos) y pasará la mayor parte de la película esposa a la muñeca de John
Ruth, su cazador y futuro poseedor de los 10.000 dólares que el Estado pide por
su femenina anatomía, viva o muerta. Bandida, despiadada, rebelde y boquifloja,
el rostro magullado y las muñecas lastimadas de una excelente Jennifer Jason
Leigh (candidata al Oscar como mejor actriz secundaria para más datos) nos
llegarán a infundir pena, sobre todo en la escena en la que canta dulcemente una
canción con tonada sureña, acompañada por una guitarra. ¿Cómo no pensar en el
terrible destino que tenían que enfrentar las mujeres en ese mundo poblado de
hombres violentísimos y por demás crueles? ¿Cómo no reprocharle al gran Quentin
que esté rozando los límites de lo políticamente incorrecto? Simplemente
abriendo los ojos y dándose cuenta que la pobre Daisy es en realidad un lobo
disfrazado de cordero.
Un párrafo aparte merece el
carismático Tim Roth cuyo papel de simpático y caballeresco nuevo verdugo
oficial de Red Rock, nos remite mucho al correctísimo Doctor King Schultz de “Django
sin cadenas” (ese tierno y a la vez sanguinario hombre interpretado por
Christoph Waltz, que no de casualidad era alemán, tanto en la ficción como en
la realidad). El perfecto acento inglés del tal Oswaldo Mobray, su extrema
cortesía y amabilidad para con todos, y sobre todo para con su futura ahorcada,
marcaran una diferencia sustancial entre este hombre y el resto de los toscos
circunstanciales habitantes de la cabaña. Lamentablemente parece que al pobre
Tim Roth siempre le toca terminar de la misma manera en los trabajos que
realiza para Tarantino (recuerden “Perros de la calle”).
“Los ocho más odiados”, además de
ser un thriller espectacular, tiene una dimensión simbólica que en el contexto
actual (racismo y xenofobia crecientes tanto en EE. UU como en Europa) se ve
reforzado por la inclusión en la trama de un personaje de nacionalidad hispana,
que no casualmente será uno de los más vapuleados por el Mayor Warren. La escena en la que el mexicano
Bob toca en el piano Noche de Paz, mientras se desarrolla la tremenda y fatal
charla entre Warren y el General Smithers es de un cinismo conmovedor. La
aterradora sensación que va creciendo dentro de uno a lo largo del film es concreta:
cada uno va encontrando en esa cabaña lo que se merece, por blanco, por negro,
por delincuente, por mujer, por lo que sea. Por suerte Tarantino es un maestro
a la hora de manejar las emociones y sabe que a pesar de que nos devaste con
escenas hiperviolentas, en el fondo nos está enseñando algo. Como decían las
abuelas: “la letra con sangre entra”. La realidad es que en la Mercería de
Minnie no hay ni buenos ni malos, ni vencedores ni vencidos, ni blancos ni
negros. Solamente hay ocho personas traspasadas por profundos odios y
resentimientos, ocho seres humanos puestos contra las cuerdas de una terrible
realidad, cansados de luchar contra sus circunstancias y de intentar superarlas
de alguna u otra manera. Al final de tanta barbarie Tarantino lo hace otra vez
y nos deja una gran enseñanza de la mano de una pequeña, pero quizás efectiva
luz de esperanza.
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