Desde el principio de los tiempos
los humanos luchamos contra el dolor porque lo padecemos. Nos duele la carne y
nos duelen los huesos, pero también nos duele el alma: una molestia, una
puntada, un chispazo, una quemazón, una tristeza profunda, una oleada que nos
envuelve y nos hace doblar en dos, una melancolía que no cesa y lastima.
Nuestros dolores pueden ser físicos o psíquicos, reales o simbólicos, intermitentes
o constantes, agudos o sordos; pero todos
suelen ser insoportables.
En el principio Dios fue muy
claro al anunciarle a Eva: “parirás a tus hijos con dolor”. Se lo dijo en pleno
ataque de furia divina por el asuntito de la manzana y el pecado original pero
hay que aceptar que algo de razón tenía. Si no fuera por los dolores de parto
las mujeres no sabrían con certeza cuándo pujar y los niños llegarían a este
mundo en los momentos más inesperados estrellándose de cabeza contra el piso. Con
el paso de los siglos finalmente la batalla la terminó ganando la primera dama
de la humanidad, cuando a un lejano descendiente de su amado Adán se le ocurrió
inventar la anestesia peridural. Al Señor no le quedó más remedio que inclinar
su testa aureolada y murmurar entre dientes: “chapeaux”. El solo pensar que
hubo un tiempo, que no fue hermoso, en el cual no existía anestesia alguna, nos
hace dar gracias por haber nacido en pleno siglo XX. El éter (que en griego
significa cielo), el cloroformo, la ketamina, el curare, la morfina y sus
derivados fueron algunas de las primeras sustancias que se comenzaron a
utilizar para abolir el dolor y librar a los humanos de esa molesta sensación
desencadenada por su propio sistema nervioso.
Todos nosotros lucharemos en
algún momento de nuestras vidas contra algún dolor que nos aqueje,
maldiciéndolo por alterar nuestras
noches y nuestros días. Al dolor se lo quiere lejos, fuera de nuestro cuerpo y
de nuestra mente, pero: ¿qué sería de nosotros si no existiera el dolor? Lo
primero que a uno se le ocurre pensar es que no existiría la tortura. Miles de
horripilantes herramientas y dispositivos se transformarían en segundos en pura
chatarra e instituciones como la Santa Inquisición, que de santa no tuvo nada,
perderían inmediatamente su razón de ser. Lo segundo es que la falta de dolor
nos haría invencibles. Craso error: contrariamente nos transformaría en seres
mediocres, anestesiados y extremadamente vulnerables.
Si no existiera el dolor los
humanos viviríamos lastimándonos a cada paso porque no tendríamos noción de los
peligros que nos rodean. Nos quemaríamos, nos cortaríamos, nos romperíamos los
huesos y, literalmente, nos terminaríamos matando sin interrumpir nuestras
tareas, ya que en ningún momento nos sentiríamos amenazados. El dolor es un
aviso. A través de él nuestro cuerpo primero nos habla, después nos sacude y
finalmente nos grita con todas sus fuerzas que algo anda mal y que ya no puede
más. Sabemos que el dolor existe pero a muchos de nosotros nos cuesta
escucharlo: a veces lo negamos y otras veces lo anestesiamos o lo callamos, que
es lo mismo. Pero él es poderoso, siempre se las arregla para ganar la batalla
y no para hasta que nos frena, nos pone de rodillas, nos tumba y nos deja bien
en claro su mensaje: “así no, para, barajá y dá de nuevo”.
Si no existiera el dolor tampoco
existiría el olvido, y mucho menos el recuerdo.
Si no existiera el dolor amar
sería una pavada y enamorarse una banalidad.
Si no existiera el dolor para
algunos no existiría el placer y, para otros, el mundo no tendría desafíos.
Si no existiera el dolor no
existirían las guerras y el hombre quizás se animaría a ser libre de verdad.
Si no existiera el dolor
Andrócles no podría haberse hecho amigo de un león.
Si no existiera el dolor yo no
podría llorar a mi madre.
Si no existiera el dolor Frida no
hubiera sido pintora, Van Gogh no se hubiera cortado una oreja y Miguel Ángel
no hubiera tenido que pintar acostado el techo de la Capilla Sixtina.
Si no existiera el dolor no
aprenderíamos, a sentirlo, a escucharlo, a entregarnos a él, a sobreponernos y a manejarlo.
Si no existiera el dolor no
podríamos aprender que es tan bueno padecerlo como vencerlo y seguir adelante.
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