lunes, 4 de abril de 2016

El reposo de David

Todo comenzó una noche. Las luces ya estaban apagadas, las alarmas puestas y los guardias se encontraban refugiados en su sala de estar, dispuestos a disfrutar del primer clásico futbolero del fin de semana. Fin de semana…Ahora que lo pienso, creo que fueron esas tres palabras las que me llevaron de una vez por todas a tomar tan osada decisión. Con horror me vi, como todos los sábados y domingos, rodeado por una muchedumbre de turistas aumentada por otra horda de entusiastas connacionales que se acuerdan de visitarme de tanto en tanto. No me malinterpreten, no reniego ni de mi fama, ni de mi belleza y perfección, que, entre nosotros, no creo que sea tanta, y mucho menos de mi padre, a quién estaré eternamente agradecido por haberme liberado de esas seis paredes de mármol que me mantenían prisionero en su interior. La realidad es que son muchos años, 512 para ser más exactos, y para colmo, con tanta selfie y videíto, últimamente las cosas se han estado poniendo cada vez más difíciles. Les juro que a veces temo nuevamente por mi integridad física, sobre todo al ver que ya los guardias no dan abasto. Todos quieren tocarme, a pesar de que es imposible debido a mi protección de cristal blindado, porque dicen que parezco real…bueno, a partir de ahora ya todos sabrán que lo soy. Pero volviendo al tema, les cuento que es tremendo el esfuerzo que tengo que hacer para no gritar cuando veo esas manos subrepticias que intentan franquear la barrera transparente que me separa de los humanos. Los segundos que tardan los guardias en reaccionar para mí son siglos, y muchas veces pensé en realizar algún movimiento abrupto para espantar a esos atrevidos e irrespetuosos visitantes. 





Año tras año, en esos momentos de zozobra, comprobé tristemente que para mover este cuerpazo iba a necesitar, quizás, siglos de entrenamiento mental primero. Ese primer paso ineludible me animé a darlo definitivamente luego de que aquel loco me destruyera un dedo del pie izquierdo de un martillazo. Pasaron 25 años pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer: el golpe devastador, los trozos de mármol volando por el aire, y los gritos desesperados de los turistas. Más que del agresor, un tal Piero Cannata, me acuerdo claramente de una jovencita que se acercó muy despacio, levantó las esquirlas de mármol del piso, y llorando se las entregó al guardia que todavía no podía creer lo que estaba ocurriendo. ¿Si sentí dolor? No, por suerte no estoy capacitado para experimentar ciertas sensaciones humanas, pero les puedo asegurar que escuché notoriamente a los huesos de mi querido Miguel Ángel sacudirse dentro de su tumba. Durante mis primeros años de vida a la intemperie ya había tenido que soportar piedrazos, la amputación de un brazo y hasta la caída sobre mi cuerpo de un rayo, pero esa vez algo cambió en mí. Si bien mis padres adoptivos actuales me dejaron el pie como nuevo, una especie de ansiedad se apoderó de mi mente, sobre todo cuando retornaron las visitas. Creo que empecé a sufrir eso que ustedes llaman stress post traumático y está tan de moda ahora  (acabo de darme cuenta que fui un pionero en el rubro). En definitiva, lo único que quería era bajarme de mi pedestal e irme. No soportaba que la gente se me acercara demasiado, y algo inédito, ni siquiera que me mirara. Yo, que había estado parado 487 años a la vista de todos, henchido de orgullo por lo que soy y represento, de golpe ya no era yo, y más que orgullo sentía vergüenza y miedo. Si, no me equivoqué, sensaciones no, pero emociones humanas puedo sentir como cualquier mortal.




Durante el día intentaba distraerme escuchando los comentarios de mis visitantes, pero la verdad es que, después de tantos siglos, ya me empezaban a resultar monotemáticos: que soy perfecto, que soy hermoso, que el contrapposto, que la altura, que mi nariz falsamente arreglada por mi padre, que mis venas, que solo me falta hablar, bla, bla, bla. Les confieso que con el paso de los años aprendí que las personas más interesantes son las que no dicen nada y solo me contemplan. En sus ojos, en sus gestos, en el latido de su corazón y hasta en sus lágrimas, he descubierto las palabras más hermosas jamás dichas sobre mí. Demás está decirles que aborrezco a los que solo se acercan para sacarme fotos o, peor aún, para sacarse una foto conmigo como su fuera un pariente, o una celebrity. En conclusión, harto de escuchar los comentarios a mí alrededor, intenté meditar, cantar, recitar poemas, acordarme entera La Divina Comedia, y hasta pensar en temas filosóficos profundos, pero nada me dio resultado. La paz recién llegaba a mi cabeza ni bien se cerraban las puertas de la Galería. Rodeado por las sombras de la noche me encontraba a salvo y lo suficientemente calmo como para preguntarme una y otra vez qué era lo que en realidad me estaba pasando, y como los psicólogos para estatuas todavía no se han inventado, utilicé esos momentos de soledad para autoanalizarme. Luego de varios meses llegué a la conclusión de que el vil ataque que me cercenó un dedo, sólo había sido la gota que rebalsó el vaso. La verdad se me fue revelando lenta pero inexorablemente. La primera certeza fue contundente: extrañaba el aire libre. Súbitamente recordé como eran aquellos días y noches en los cuales mi figura se erguía en la Piazza della Signoria. La luz de la Luna, las gotas de lluvia, el canto de los pájaros y sus patitas sobre mis hombros, el bullicio de la gente trajinando en sus quehaceres cotidianos, el aire de Florencia y los amaneceres de esa ciudad maravillosa que hacía tantos años que no veía de cerca, fueron las primeras remembranzas que llegaron a mi mente para desatar en todo mi ser una honda y profunda nostalgia. A ver si se entiende: la glorieta de la Galería de la Academia de Florencia es bellísima, pero yo la siento como una cárcel. Supuestamente me trajeron aquí en 1873 para protegerme de los ataques vandálicos y de las inclemencias del tiempo que, según decían los expertos, podían causar serios daños a mi estructura. Como ya hemos visto estuve a salvo de los rayos y de las deposiciones de las palomas, pero no de los locos que entran a una galería de arte martillo en mano. ¡Qué sabrán todos esos catedráticos que desde hace siglos se la pasan mirando con lupa cada una de mis rajaduras! Si tengo rajaduras es porque estoy envejeciendo señores, ¿tan difícil de entender es que ellas son para mí, lo que para ustedes son las arrugas? ¡Ya los quisiera ver con 512 años encima, de pie y con los músculos tensados como si tuvieran 20! Otra cosa que con el paso de los años nunca entendí fue la insania de colocar en mi antiguo lugar de residencia una réplica de mí mismo. Mucho menos el argumento que sostiene hasta el día de hoy tamaña desmesura: si la polución, la lluvia ácida y la materia fecal de las palomas lo dañan nos quedamos tranquilos porque el original está a salvo. ¿Por qué será que se preocupan tanto por mi rocosa humanidad? Yo soy de piedra muchachos, mejor preocúpense ustedes, que son de carne y hueso, por lo que comen, fuman, beben y se inyectan. A pesar de todo, debo admitir que rescatar estos recuerdos olvidados me fue de gran utilidad para amortiguar mis crisis de ansiedad. Con solo pensar en el cielo estrellado de Florencia, o en los hermosos tonos de sus puestas de sol, lograba aislarme del gentío que día tras día seguía invadiendo mis alrededores.






La segunda certeza fue más potente y reveladora aún: estaba muy, pero muy cansado de mi posición. ¿Quién puede aguantar sin quejarse 512 años sosteniendo una honda y una piedra, parado y esperando, con toda la tensión del momento, el ataque de un gigante que nunca llegará? En los peores momentos  les juro que he clamado porque desde el medio del gentío se abriera paso Goliat, derribando selfie sticks y teleobjetivos a manotazos limpios. Muchas veces imaginé cómo sería tenerlo frente a frente finalmente, mirarlo a los ojos, y con un alarido de victoria poder por fin arrojar esta piedra que quema mi mano desde hace tantos siglos. El golpe sería perfecto y aniquilador, Goliat caería de espaldas con gran estruendo, y yo por fin podría cambiar de posición y relajarme sabiendo que mi misión ha sido cumplida. Ironías del destino, el golpe perfecto lo recibí yo de parte de un humano al cual triplico en altura. Convencido de que Goliat nunca vendría a enfrentarme, y de que sólo yo podría liberarme de mi propia prisión, llegué a vislumbrar la tercera certeza: tenía que desistir de la misión para la cual había sido creado y cambiar mi pose por propia voluntad. Hacerme a la idea de dejar de esperar a Goliat fue fácil, en tres días ya lo había logrado. Lo que más me costó fue pensar en que tenía que desobedecer el mandato de mi padre. Fueron casi seis meses de idas y vueltas, de terribles discusiones conmigo mismo, de generar hipótesis y rebatirlas. ¿Sería yo capaz de cambiar lo que a él tanto trabajo y esfuerzo le había costado crear? ¿Estaba preparado para moldearme a mí mismo, para decidir qué nueva postura tomar, para reconocer cuál era la que más me convenía? ¿Me animaría a hacerlo, podría hacerlo? El rumor de que estaban evaluando subir aún más la altura de mi protección blindada terminó con todas mis dudas de un solo golpe: no estaba dispuesto a tolerar aún más encierro. De a poco comencé con el paulatino pero imparable entrenamiento de mi mente. Noche tras noche les repetía pequeñas órdenes a cada uno de mis músculos, les decía a mis pies que se movieran, a mi brazo izquierdo que se relajara, a mi mano derecha que aflojara la presión sobre la piedra, y a mis piernas que se juntaran para poder intentar dar un primer paso. Los días se sucedían y nada pasaba, mi postura era eterna al igual que mi destino. Muchas noches estuve a punto de desistir de esta locura, pero me aferré al deseo de cambiar eternidad por transitoriedad, quietud por movimiento, prisión por libertad. Sabía que con solo poder mover un poco mis brazos para descansarlos estaría satisfecho, ya que no me impulsaban ideas alocadas. Nunca me imaginé corriendo por las calles de Florencia, no hubiera sido elegante ni digno de mi prestigio. Yo sólo anhelaba un cambio pequeño, algo nuevo que me sacara de esa actitud de espera eterna e infructuosa y que aliviara mi ansiedad. Continué pacientemente con mi entrenamiento por varios meses y sin resultados a la vista, hasta que una mañana me sobresaltó un espasmo en mi pierna derecha. Rápidamente fijé mi atención en los comentarios de los visitantes, que a esa hora todavía no eran muchos, y escuché lo mismo de siempre. Evidentemente no se habían dado cuenta de nada. Luego de esa primera y clara reacción, mis músculos se fueron aflojando de a poco, aún no podía moverme pero me sentía cada vez más relajado. Una tarde me descubrí cerrando los ojos por un segundo, y un mediodía casi dejo caer la piedra de mi mano derecha. El cambio había comenzado y ya era irreversible. Durante el horario de visita a la Galería tenía que esforzarme para que no se me aflojaran las rodillas, se me desfrunciera el ceño, y mis rulos comenzaran a moverse. Por las noches, en cambio, me dejaba llevar sintiendo como se distendían cada vez más todas las vetas de mi estructura de mármol. Pequeños chasquidos y múltiples cracks resonaban en la oscuridad de la gran sala, y un leve polvillo blanco se desprendía de mi cuerpo cada vez que ensayaba pequeños y leves movimientos. Por la misma época el techo del nicho que me contiene empezó a descascararse, por lo que el personal de limpieza no se preocupó por ese manto blanquecino que aparecía rodeándome todas las mañanas. Yo sí empecé a preocuparme, porque una vez arreglado el techo ya no tendría más excusas y, para colmo, se acercaba el tiempo de la revisión anual del equipo de conservadores y restauradores. “Ellos seguramente notarán las transformaciones internas de mi estructura” -pensaba con desasosiego. La realidad es que tenía muy poco tiempo para ponerme en movimiento en forma definitiva, pero no me animaba a hacerlo. Las dudas y la culpa volvieron  a atormentarme y todo el proceso pareció tornarse más lento. Temiendo perder todo lo que ya había conseguido me repetía como un mantra: “el miedo paraliza David, el miedo paraliza”. “¿Qué habría sido de la humanidad si tu hermano de carne y hueso no hubiera lanzado su piedra contra Goliat? ¿Si ni siquiera hubiese tenido el valor de agacharse para  levantarla del suelo y usarla junto a su honda para defenderse?” –me preguntaba en la penumbra.





Enfrascado en mis cavilaciones ni me di por enterado que el techo de mi hogar ya había sido reparado. De golpe me di cuenta que los andamios habían desaparecido y que las luces de la glorieta volvieron a apagarse más temprano. Ya consciente de que el momento de mi liberación había llegado, esa noche de diciembre, las palabras del guardia de seguridad resonaron aún con más fuerza dentro de mi mente: “parece que este fin de semana va a hacer frío”. Se sabe que un gélido fin de semana en Florencia resulta más que ideal para visitar museos, ya que es mucho más reconfortante que recorrer la ciudad temblando como una hoja. Me dije: “es ahora o nunca”.  Acompañado por el sonido de la trasmisión oficial del partido de fútbol que atravesaba las salas desde la guarida del personal de vigilancia, tomé coraje y lentamente bajé mi brazo izquierdo teniendo mucho cuidado de no dejar caer la honda que durante 500 años había sostenido mi mano a la altura del hombro. El ruido de mi brazo extendiéndose fue descomunal, pero los guardias no se dieron por aludidos: tres italianos viendo un partido de fútbol hacen más barullo que el brazo de una mole de mármol de 5.572 kilos. Al aflojar un brazo el otro se relajó automáticamente y, por fortuna, pude evitar que mi mano derecha dejara caer la pesada piedra de mármol que con ahínco había sostenido todo este tiempo. Por primera vez en siglos pude estirar mis extremidades superiores y aflojar mi cuello. ¡Ay mi cuello! Pensé que se iba a quebrar en mil pedazos cuando lo giré muy despacio hacia un costado. El pobre emitió un sonido crujiente, entre metálico y pedregoso, que creo que asustó hasta el mismísimo Satán. Poco a poco se fue ablandando y, debo confesar, que luego de estar un tiempo balanceando mi cabeza hacia uno y otro lado me empecé a sentir de maravillas. Toda mi cabellera se movía al ritmo de mis suaves meneos, y  una lluvia de finos cristales de sílice transparente se deslizaba por el aire como si fuera una tímida nevada de principios del invierno. Pestañee, sonreí y bostece largamente, sacándome de encima el aburrimiento de tantos largos años. Ya envalentonado aproveché para desperezarme estirando mi falsa columna como si fuera real y relajando al máximo todos los músculos de mi espalda.





Ahora tenía que enfrentar la parte más difícil de mi empresa: flexionar las rodillas para poder agacharme y apoyar la piedra y la honda en la base de mi pedestal, ya que necesitaba con desesperación poder abrir mis dos manos. Con sumo cuidado junté ambas piernas y, tratando de no caerme, fui doblando mis rodillas hasta quedar en cuclillas. Quiso la Providencia que el equipo de los guardias de la Galería metiera un golazo en ese preciso instante, por lo cual, los gritos de mis compañeros de museo, asordinaron por completo el impresionante quejido que emitieron mis viejas rodillas al flexionarse. Días después me enteraría que esa noche, los sismógrafos de media Italia se volvieron completamente locos marcando ondas sísmicas y anunciando terremotos  inexistentes por todo el país. Antes de apoyar la piedra en el pedestal la besé, como aprendí en estos siglos que hacen las abuelas italianas antes de tirar un pan viejo a la basura, y le agradecí por su fidelidad y compañía durante tantos años. De pronto me sentí aturdido y mareado, todo a mi alrededor había cambiado, todo se veía más grande y cercano. Turbado, intenté buscar una posición más confortable y segura para tranquilizarme y poder evaluar mi nuevo estado. En menos de una hora mi vida entera se había transformado, ahora entendía bien porqué a los humanos no les simpatizan los grandes cambios. Me senté en el borde del pedestal y dejé que mis piernas se balancearan colgando distendidas hacia abajo. Aproveché para examinar bien de cerca mi pie herido por aquel martillazo brutal, y comprobé que los restauradores habían realizado una excelente reconstrucción de mi dedo hecho polvo años atrás. Una vez más levanté los brazos al cielo, en rigor de verdad hacia la cúpula que corona el techo de la Galería, extendiendo al máximo los dedos y las palmas de mis manos. ¡Qué sensación excepcional, me sentía como nuevo! Miré mis manos, entrelacé los dedos, froté mis palmas y estuve a punto de aplaudir, pero la súbita tranquilidad de los vigiladores me hizo notar que había terminado el primer tiempo del partido, por lo que decidí que era mejor no tentar al destino. Sentado tranquilamente en mi antiguo basamento preferí dedicarme a analizar cada parte de mi cuerpo. Si bien no pude darme el lujo de mirarme a un espejo, me pareció como si lo hubiera hecho, ya que era la primera vez que tomaba real conciencia de mis formas y de mi apariencia. Concluí entre risas que la gente tenía algo de razón al hablar tanto de mi belleza y perfección: las venas de mis brazos lucían tan reales que pude imaginar la sangre fluyendo dentro de ellas. Mi piel se veía tan lustrosa y se sentía tan suave al roce de mis manos, que terminé admirando aún más el magnífico trabajo que había realizado mi padre al darme vida. “¡Ay mi querido Miguel Ángel, parece que en verdad fuiste un gran maestro!” –pensé mientras intentaba recordar su rostro. Lamentablemente no pude, como tampoco puedo acordarme de mi nacimiento: parece que el uso de mi razón plena comenzó mucho después de haber sido creado. Debo admitir que todo lo que sé de mí lo aprendí de los humanos, ustedes  me ayudaron a conocer mi historia y mi pasado, por eso para mí son como padres adoptivos. Mientras pensaba en mi nacimiento, noté que una gran pesadez comenzaba a apoderarse de toda mi corporalidad, sentía los párpados cada vez más fatigados y los bostezos se sucedían sin pausa. Una sensación urgente de volver a cambiar de posición me invadió por completo y de golpe, me descubrí acurrucado sobre el pedestal. Fue en ese preciso momento en el que llegó a mí la última certeza: yo, el gran David, estaba completamente agotado y necesitaba dormir por lo menos otros 512 años. Con una paz y una tranquilidad absolutas, cerré los ojos y me entregué a los brazos de Morfeo. Ya entre sueños escuché una voz lejana que se me antojó parecida a la de mi padre: “descansa hijo mío, descansa David, te lo mereces”.

Texto: Andrea Castro.





Adrián Villar Rojas es sin dudas el artista argentino con mayor éxito internacional de la actualidad. Este rosarino imparable tiene sólo 35 años y sus megainstalaciones han hecho pie en lugares icónicos como el Jardín de las Tullerías de París y el MoMA de Nueva York. En Rosario hablan de él como "el Messi del arte", joven, de éxito planetario e indiscutible talento reflejado en golazos de muestras. Artesano, constructor, arquitecto, instalacionista, dibujante, pintor y escultor, lo suyo es pura poesía: sus esculturas revalorizan el trabajo humano, el esfuerzo y las horas dedicadas a él. La arcilla, material frágil y quebradizo, hace que en cuestión de horas sus piezas parezcan ruinas. Villar Rojas se pregunta qué va a quedar de su obra cuando él ya no esté. De qué se harán sus retrospectivas. "El 90 por ciento de lo que he estado haciendo en los últimos cinco años de mi vida ya no existe más. Soy un artista que está masacrando su propia práctica".
En la instalación site-specific Two Suns (II), que durante el 2015 albergó la Gallería Marian Goodman de la ciudad de New York se pudo contemplar, en su segunda sala, una réplica de  arcilla y cemento a tamaño real del David de Miguel Ángel reccostado de lado sobre dos enormes soportes. La figura de David es reconocible, incluso desde atrás, aunque su postura se ha modificado ligeramente del original y su mirada alerta ha cesado, puesto que sus ojos están cerrados. Adrián Rojas afirma que la elección de esta escultura clásica fue intencionalmente perversa: “Pensé cómo podía meterme en problemas y la respuesta fue: jugar con David puede ser un potencial y enorme error”. Pero igualmente él se arriesgó y jugó: pasando su forma de erecta a horizontal; volviendo sus piernas hacia adentro, en un gesto aparente de modestia; y escondiendo sus genitales, David vio comprometida su vigilante y potente majestad masculina.  
Rojas cuenta que visitó al coloso original en Florencia a finales del 2014, cuando su réplica ya había sido terminada. Para realizar el trabajo, él y sus colaboradores utilizaron sus propios medios y herramientas, consultando libros e imágenes de Internet. Las obras de Adrián, realizadas en su mayoría con arcilla sin cocer, están destinadas a deteriorarse irreversiblemente con el paso del tiempo y finalmente a colapsar. Por esto, el longevo y aparentemente inmortal trabajo de Miguel Ángel es otra de las características que atrajo al artista rosarino: “estas obras icónicas has permanecido estables durante tanto tiempo que pueden ofrecer algún tipo de confirmación sobre su propia existencia, las mías no tanto”.    

Fotos: Marian Goodman Gallery
Textos de referencia: La Nación – Artnet news.







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