Todo
comenzó una noche. Las luces ya estaban apagadas, las alarmas puestas y los
guardias se encontraban refugiados en su sala de estar, dispuestos a disfrutar
del primer clásico futbolero del fin de semana. Fin de semana…Ahora que lo
pienso, creo que fueron esas tres palabras las que me llevaron de una vez por
todas a tomar tan osada decisión. Con horror me vi, como todos los sábados y
domingos, rodeado por una muchedumbre de turistas aumentada por otra horda de
entusiastas connacionales que se acuerdan de visitarme de tanto en tanto. No me
malinterpreten, no reniego ni de mi fama, ni de mi belleza y perfección, que,
entre nosotros, no creo que sea tanta, y mucho menos de mi padre, a quién
estaré eternamente agradecido por haberme liberado de esas seis paredes de
mármol que me mantenían prisionero en su interior. La realidad es que son
muchos años, 512 para ser más exactos, y para colmo, con tanta selfie y
videíto, últimamente las cosas se han
estado poniendo cada vez más difíciles. Les juro que a veces temo nuevamente
por mi integridad física, sobre todo al ver que ya los guardias no dan abasto.
Todos quieren tocarme, a pesar de que es imposible debido a mi protección de cristal
blindado, porque dicen que parezco real…bueno, a partir de ahora ya todos
sabrán que lo soy. Pero volviendo al tema, les cuento que es tremendo el
esfuerzo que tengo que hacer para no gritar cuando veo esas manos subrepticias
que intentan franquear la barrera transparente que me separa de los humanos.
Los segundos que tardan los guardias en reaccionar para mí son siglos, y muchas
veces pensé en realizar algún movimiento abrupto para espantar a esos atrevidos
e irrespetuosos visitantes.
Año tras año, en esos momentos de zozobra, comprobé
tristemente que para mover este cuerpazo iba a necesitar, quizás, siglos de
entrenamiento mental primero. Ese primer paso ineludible me animé a darlo
definitivamente luego de que aquel loco me destruyera un dedo del pie izquierdo
de un martillazo. Pasaron 25 años pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer:
el golpe devastador, los trozos de mármol volando por el aire, y los gritos
desesperados de los turistas. Más que del agresor, un tal Piero Cannata, me
acuerdo claramente de una jovencita que se acercó muy despacio, levantó las esquirlas
de mármol del piso, y llorando se las entregó al guardia que todavía no podía
creer lo que estaba ocurriendo. ¿Si sentí dolor? No, por suerte no estoy
capacitado para experimentar ciertas sensaciones humanas, pero les puedo
asegurar que escuché notoriamente a los huesos de mi querido Miguel Ángel
sacudirse dentro de su tumba. Durante mis primeros años de vida a la intemperie
ya había tenido que soportar piedrazos, la amputación de un brazo y hasta la
caída sobre mi cuerpo de un rayo, pero esa vez algo cambió en mí. Si bien mis
padres adoptivos actuales me dejaron el pie como nuevo, una especie de ansiedad
se apoderó de mi mente, sobre todo cuando retornaron las visitas. Creo que
empecé a sufrir eso que ustedes llaman stress post traumático y está tan de
moda ahora (acabo de darme cuenta que
fui un pionero en el rubro). En definitiva, lo único que quería era bajarme de
mi pedestal e irme. No soportaba que la gente se me acercara demasiado, y algo
inédito, ni siquiera que me mirara. Yo, que había estado parado 487 años a la
vista de todos, henchido de orgullo por lo que soy y represento, de golpe ya no
era yo, y más que orgullo sentía vergüenza y miedo. Si, no me equivoqué,
sensaciones no, pero emociones humanas puedo sentir como cualquier mortal.
Durante
el día intentaba distraerme escuchando los comentarios de mis visitantes, pero
la verdad es que, después de tantos siglos, ya me empezaban a resultar
monotemáticos: que soy perfecto, que soy hermoso, que el contrapposto, que la
altura, que mi nariz falsamente arreglada por mi padre, que mis venas, que solo
me falta hablar, bla, bla, bla. Les confieso que con el paso de los años
aprendí que las personas más interesantes son las que no dicen nada y solo me
contemplan. En sus ojos, en sus gestos, en el latido de su corazón y hasta en
sus lágrimas, he descubierto las palabras más hermosas jamás dichas sobre mí.
Demás está decirles que aborrezco a los que solo se acercan para sacarme fotos
o, peor aún, para sacarse una foto conmigo como su fuera un pariente, o una
celebrity. En conclusión, harto de escuchar los comentarios a mí alrededor, intenté
meditar, cantar, recitar poemas, acordarme entera La Divina Comedia, y hasta
pensar en temas filosóficos profundos, pero nada me dio resultado. La paz
recién llegaba a mi cabeza ni bien se cerraban las puertas de la Galería.
Rodeado por las sombras de la noche me encontraba a salvo y lo suficientemente
calmo como para preguntarme una y otra vez qué era lo que en realidad me estaba
pasando, y como los psicólogos para estatuas todavía no se han inventado, utilicé
esos momentos de soledad para autoanalizarme. Luego de varios meses llegué a la
conclusión de que el vil ataque que me cercenó un dedo, sólo había sido la gota
que rebalsó el vaso. La verdad se me fue revelando lenta pero inexorablemente.
La primera certeza fue contundente: extrañaba el aire libre. Súbitamente
recordé como eran aquellos días y noches en los cuales mi figura se erguía en
la Piazza della Signoria. La luz de la Luna, las gotas de lluvia, el canto de
los pájaros y sus patitas sobre mis hombros, el bullicio de la gente trajinando
en sus quehaceres cotidianos, el aire de Florencia y los amaneceres de esa
ciudad maravillosa que hacía tantos años que no veía de cerca, fueron las
primeras remembranzas que llegaron a mi mente para desatar en todo mi ser una
honda y profunda nostalgia. A ver si se entiende: la glorieta de la Galería de
la Academia de Florencia es bellísima, pero yo la siento como una cárcel.
Supuestamente me trajeron aquí en 1873 para protegerme de los ataques
vandálicos y de las inclemencias del tiempo que, según decían los expertos,
podían causar serios daños a mi estructura. Como ya hemos visto estuve a salvo
de los rayos y de las deposiciones de las palomas, pero no de los locos que
entran a una galería de arte martillo en mano. ¡Qué sabrán todos esos
catedráticos que desde hace siglos se la pasan mirando con lupa cada una de mis
rajaduras! Si tengo rajaduras es porque estoy envejeciendo señores, ¿tan
difícil de entender es que ellas son para mí, lo que para ustedes son las
arrugas? ¡Ya los quisiera ver con 512 años encima, de pie y con los músculos
tensados como si tuvieran 20! Otra cosa que con el paso de los años nunca
entendí fue la insania de colocar en mi antiguo lugar de residencia una réplica
de mí mismo. Mucho menos el argumento que sostiene hasta el día de hoy tamaña
desmesura: si la polución, la lluvia ácida y la materia fecal de las palomas lo
dañan nos quedamos tranquilos porque el original está a salvo. ¿Por qué será
que se preocupan tanto por mi rocosa humanidad? Yo soy de piedra muchachos,
mejor preocúpense ustedes, que son de carne y hueso, por lo que comen, fuman,
beben y se inyectan. A pesar de todo, debo admitir que rescatar estos recuerdos
olvidados me fue de gran utilidad para amortiguar mis crisis de ansiedad. Con
solo pensar en el cielo estrellado de Florencia, o en los hermosos tonos de sus
puestas de sol, lograba aislarme del gentío que día tras día seguía invadiendo
mis alrededores.
La
segunda certeza fue más potente y reveladora aún: estaba muy, pero muy cansado
de mi posición. ¿Quién puede aguantar sin quejarse 512 años sosteniendo una
honda y una piedra, parado y esperando, con toda la tensión del momento, el
ataque de un gigante que nunca llegará? En los peores momentos les juro que he clamado porque desde el medio
del gentío se abriera paso Goliat, derribando selfie sticks y teleobjetivos a
manotazos limpios. Muchas veces imaginé cómo sería tenerlo frente a frente
finalmente, mirarlo a los ojos, y con un alarido de victoria poder por fin
arrojar esta piedra que quema mi mano desde hace tantos siglos. El golpe sería
perfecto y aniquilador, Goliat caería de espaldas con gran estruendo, y yo por
fin podría cambiar de posición y relajarme sabiendo que mi misión ha sido
cumplida. Ironías del destino, el golpe perfecto lo recibí yo de parte de un
humano al cual triplico en altura. Convencido de que Goliat nunca vendría a
enfrentarme, y de que sólo yo podría liberarme de mi propia prisión, llegué a
vislumbrar la tercera certeza: tenía que desistir de la misión para la cual
había sido creado y cambiar mi pose por propia voluntad. Hacerme a la idea de
dejar de esperar a Goliat fue fácil, en tres días ya lo había logrado. Lo que
más me costó fue pensar en que tenía que desobedecer el mandato de mi padre.
Fueron casi seis meses de idas y vueltas, de terribles discusiones conmigo
mismo, de generar hipótesis y rebatirlas. ¿Sería yo capaz de cambiar lo que a
él tanto trabajo y esfuerzo le había costado crear? ¿Estaba preparado para
moldearme a mí mismo, para decidir qué nueva postura tomar, para reconocer cuál
era la que más me convenía? ¿Me animaría a hacerlo, podría hacerlo? El rumor de
que estaban evaluando subir aún más la altura de mi protección blindada terminó
con todas mis dudas de un solo golpe: no estaba dispuesto a tolerar aún más
encierro. De a poco comencé con el paulatino pero imparable entrenamiento de mi
mente. Noche tras noche les repetía pequeñas órdenes a cada uno de mis
músculos, les decía a mis pies que se movieran, a mi brazo izquierdo que se
relajara, a mi mano derecha que aflojara la presión sobre la piedra, y a mis
piernas que se juntaran para poder intentar dar un primer paso. Los días se
sucedían y nada pasaba, mi postura era eterna al igual que mi destino. Muchas
noches estuve a punto de desistir de esta locura, pero me aferré al deseo de
cambiar eternidad por transitoriedad, quietud por movimiento, prisión por
libertad. Sabía que con solo poder mover un poco mis brazos para descansarlos
estaría satisfecho, ya que no me impulsaban ideas alocadas. Nunca me imaginé
corriendo por las calles de Florencia, no hubiera sido elegante ni digno de mi
prestigio. Yo sólo anhelaba un cambio pequeño, algo nuevo que me sacara de esa
actitud de espera eterna e infructuosa y que aliviara mi ansiedad. Continué
pacientemente con mi entrenamiento por varios meses y sin resultados a la
vista, hasta que una mañana me sobresaltó un espasmo en mi pierna derecha.
Rápidamente fijé mi atención en los comentarios de los visitantes, que a esa
hora todavía no eran muchos, y escuché lo mismo de siempre. Evidentemente no se
habían dado cuenta de nada. Luego de esa primera y clara reacción, mis músculos
se fueron aflojando de a poco, aún no podía moverme pero me sentía cada vez más
relajado. Una tarde me descubrí cerrando los ojos por un segundo, y un mediodía
casi dejo caer la piedra de mi mano derecha. El cambio había comenzado y ya era
irreversible. Durante el horario de visita a la Galería tenía que esforzarme para
que no se me aflojaran las rodillas, se me desfrunciera el ceño, y mis rulos
comenzaran a moverse. Por las noches, en cambio, me dejaba llevar sintiendo
como se distendían cada vez más todas las vetas de mi estructura de mármol. Pequeños
chasquidos y múltiples cracks resonaban en la oscuridad de la gran sala, y un
leve polvillo blanco se desprendía de mi cuerpo cada vez que ensayaba pequeños
y leves movimientos. Por la misma época el techo del nicho que me contiene
empezó a descascararse, por lo que el personal de limpieza no se preocupó por
ese manto blanquecino que aparecía rodeándome todas las mañanas. Yo sí empecé a
preocuparme, porque una vez arreglado el techo ya no tendría más excusas y,
para colmo, se acercaba el tiempo de la revisión anual del equipo de
conservadores y restauradores. “Ellos seguramente notarán las transformaciones
internas de mi estructura” -pensaba con desasosiego. La realidad es que tenía
muy poco tiempo para ponerme en movimiento en forma definitiva, pero no me
animaba a hacerlo. Las dudas y la culpa volvieron a atormentarme y todo el proceso pareció
tornarse más lento. Temiendo perder todo lo que ya había conseguido me repetía
como un mantra: “el miedo paraliza David, el miedo paraliza”. “¿Qué habría sido
de la humanidad si tu hermano de carne y hueso no hubiera lanzado su piedra
contra Goliat? ¿Si ni siquiera hubiese tenido el valor de agacharse para levantarla del suelo y usarla junto a su
honda para defenderse?” –me preguntaba en la penumbra.
Enfrascado
en mis cavilaciones ni me di por enterado que el techo de mi hogar ya había
sido reparado. De golpe me di cuenta que los andamios habían desaparecido y que
las luces de la glorieta volvieron a apagarse más temprano. Ya consciente de
que el momento de mi liberación había llegado, esa noche de diciembre, las
palabras del guardia de seguridad resonaron aún con más fuerza dentro de mi
mente: “parece que este fin de semana va a hacer frío”. Se sabe que un gélido
fin de semana en Florencia resulta más que ideal para visitar museos, ya que es
mucho más reconfortante que recorrer la ciudad temblando como una hoja. Me dije:
“es ahora o nunca”. Acompañado por el
sonido de la trasmisión oficial del partido de fútbol que atravesaba las salas
desde la guarida del personal de vigilancia, tomé coraje y lentamente bajé mi
brazo izquierdo teniendo mucho cuidado de no dejar caer la honda que durante
500 años había sostenido mi mano a la altura del hombro. El ruido de mi brazo
extendiéndose fue descomunal, pero los guardias no se dieron por aludidos: tres
italianos viendo un partido de fútbol hacen más barullo que el brazo de una
mole de mármol de 5.572 kilos. Al aflojar un brazo el otro se relajó
automáticamente y, por fortuna, pude evitar que mi mano derecha dejara caer la
pesada piedra de mármol que con ahínco había sostenido todo este tiempo. Por
primera vez en siglos pude estirar mis extremidades superiores y aflojar mi
cuello. ¡Ay mi cuello! Pensé que se iba a quebrar en mil pedazos cuando lo giré
muy despacio hacia un costado. El pobre emitió un sonido crujiente, entre
metálico y pedregoso, que creo que asustó hasta el mismísimo Satán. Poco a poco
se fue ablandando y, debo confesar, que luego de estar un tiempo balanceando mi
cabeza hacia uno y otro lado me empecé a sentir de maravillas. Toda mi
cabellera se movía al ritmo de mis suaves meneos, y una lluvia de finos cristales de sílice
transparente se deslizaba por el aire como si fuera una tímida nevada de
principios del invierno. Pestañee, sonreí y bostece largamente, sacándome de
encima el aburrimiento de tantos largos años. Ya envalentonado aproveché para
desperezarme estirando mi falsa columna como si fuera real y relajando al
máximo todos los músculos de mi espalda.
Ahora
tenía que enfrentar la parte más difícil de mi empresa: flexionar las rodillas
para poder agacharme y apoyar la piedra y la honda en la base de mi pedestal,
ya que necesitaba con desesperación poder abrir mis dos manos. Con sumo cuidado
junté ambas piernas y, tratando de no caerme, fui doblando mis rodillas hasta quedar
en cuclillas. Quiso la Providencia que el equipo de los guardias de la Galería
metiera un golazo en ese preciso instante, por lo cual, los gritos de mis
compañeros de museo, asordinaron por completo el impresionante quejido que
emitieron mis viejas rodillas al flexionarse. Días después me enteraría que esa
noche, los sismógrafos de media Italia se volvieron completamente locos
marcando ondas sísmicas y anunciando terremotos
inexistentes por todo el país. Antes de apoyar la piedra en el pedestal
la besé, como aprendí en estos siglos que hacen las abuelas italianas antes de
tirar un pan viejo a la basura, y le agradecí por su fidelidad y compañía
durante tantos años. De pronto me sentí aturdido y mareado, todo a mi alrededor
había cambiado, todo se veía más grande y cercano. Turbado, intenté buscar una
posición más confortable y segura para tranquilizarme y poder evaluar mi nuevo
estado. En menos de una hora mi vida entera se había transformado, ahora
entendía bien porqué a los humanos no les simpatizan los grandes cambios. Me
senté en el borde del pedestal y dejé que mis piernas se balancearan colgando
distendidas hacia abajo. Aproveché para examinar bien de cerca mi pie herido
por aquel martillazo brutal, y comprobé que los restauradores habían realizado una
excelente reconstrucción de mi dedo hecho polvo años atrás. Una vez más levanté
los brazos al cielo, en rigor de verdad hacia la cúpula que corona el techo de
la Galería, extendiendo al máximo los dedos y las palmas de mis manos. ¡Qué
sensación excepcional, me sentía como nuevo! Miré mis manos, entrelacé los
dedos, froté mis palmas y estuve a punto de aplaudir, pero la súbita
tranquilidad de los vigiladores me hizo notar que había terminado el primer
tiempo del partido, por lo que decidí que era mejor no tentar al destino.
Sentado tranquilamente en mi antiguo basamento preferí dedicarme a analizar
cada parte de mi cuerpo. Si bien no pude darme el lujo de mirarme a un espejo,
me pareció como si lo hubiera hecho, ya que era la primera vez que tomaba real
conciencia de mis formas y de mi apariencia. Concluí entre risas que la gente
tenía algo de razón al hablar tanto de mi belleza y perfección: las venas de
mis brazos lucían tan reales que pude imaginar la sangre fluyendo dentro de
ellas. Mi piel se veía tan lustrosa y se sentía tan suave al roce de mis manos,
que terminé admirando aún más el magnífico trabajo que había realizado mi padre
al darme vida. “¡Ay mi querido Miguel Ángel, parece que en verdad fuiste un
gran maestro!” –pensé mientras intentaba recordar su rostro. Lamentablemente no
pude, como tampoco puedo acordarme de mi nacimiento: parece que el uso de mi
razón plena comenzó mucho después de haber sido creado. Debo admitir que todo
lo que sé de mí lo aprendí de los humanos, ustedes me ayudaron a conocer mi historia y mi
pasado, por eso para mí son como padres adoptivos. Mientras pensaba en mi
nacimiento, noté que una gran pesadez comenzaba a apoderarse de toda mi
corporalidad, sentía los párpados cada vez más fatigados y los bostezos se
sucedían sin pausa. Una sensación urgente de volver a cambiar de posición me
invadió por completo y de golpe, me descubrí acurrucado sobre el pedestal. Fue
en ese preciso momento en el que llegó a mí la última certeza: yo, el gran
David, estaba completamente agotado y necesitaba dormir por lo menos otros 512
años. Con una paz y una tranquilidad absolutas, cerré los ojos y me entregué a
los brazos de Morfeo. Ya entre sueños escuché una voz lejana que se me antojó
parecida a la de mi padre: “descansa hijo mío, descansa David, te lo mereces”.
Texto:
Andrea Castro.
Adrián Villar Rojas es sin dudas el artista argentino con mayor
éxito internacional de la actualidad. Este rosarino imparable tiene sólo 35
años y sus megainstalaciones han hecho pie en lugares icónicos como el Jardín
de las Tullerías de París y el MoMA de Nueva York. En Rosario hablan de él como
"el Messi del arte", joven, de éxito planetario e indiscutible
talento reflejado en golazos de muestras. Artesano, constructor, arquitecto,
instalacionista, dibujante, pintor y escultor, lo suyo es pura poesía: sus esculturas revalorizan el trabajo humano, el esfuerzo y las horas dedicadas a
él. La arcilla, material frágil y quebradizo, hace que en cuestión de horas sus
piezas parezcan ruinas. Villar Rojas se pregunta qué va a quedar de su obra
cuando él ya no esté. De qué se harán sus retrospectivas. "El 90 por
ciento de lo que he estado haciendo en los últimos cinco años de mi vida ya no
existe más. Soy un artista que está masacrando su propia práctica".
En la instalación site-specific Two Suns (II), que durante el 2015
albergó la Gallería Marian Goodman de la ciudad de New York se pudo contemplar,
en su segunda sala, una réplica de
arcilla y cemento a tamaño real del David de Miguel Ángel reccostado de
lado sobre dos enormes soportes. La figura de David es reconocible, incluso
desde atrás, aunque su postura se ha modificado ligeramente del original y su
mirada alerta ha cesado, puesto que sus ojos están cerrados. Adrián Rojas
afirma que la elección de esta escultura clásica fue intencionalmente perversa:
“Pensé cómo podía meterme en problemas y la respuesta fue: jugar con David
puede ser un potencial y enorme error”. Pero igualmente él se arriesgó y jugó:
pasando su forma de erecta a horizontal; volviendo sus piernas hacia adentro,
en un gesto aparente de modestia; y escondiendo sus genitales, David vio
comprometida su vigilante y potente majestad masculina.
Rojas cuenta que visitó al coloso original en Florencia a finales
del 2014, cuando su réplica ya había sido terminada. Para realizar el trabajo,
él y sus colaboradores utilizaron sus propios medios y herramientas,
consultando libros e imágenes de Internet. Las obras de Adrián, realizadas en
su mayoría con arcilla sin cocer, están destinadas a deteriorarse
irreversiblemente con el paso del tiempo y finalmente a colapsar. Por esto, el longevo
y aparentemente inmortal trabajo de Miguel Ángel es otra de las características
que atrajo al artista rosarino: “estas obras icónicas has permanecido estables
durante tanto tiempo que pueden ofrecer algún tipo de confirmación sobre su
propia existencia, las mías no tanto”.
Fotos:
Marian Goodman Gallery
Textos
de referencia: La Nación – Artnet news.
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