Joseph-Marie Vien, The Cupid Seller, 1763. |
-Tu servidumbre está cada vez más lenta Marguerite, no sé
qué esperas para contratar gente nueva- refunfuñó Jaqueline, que estaba
desesperada por degustar el sabroso brebaje.
-La gente nueva tiene muchas pretensiones, mi querida, esta
revolución le ha otorgado ínfulas de señor a más de uno. Además nadie sabría
preparar una sopa tan exquisita como la que hace Florence. Te recuerdo que
hasta el Emperador se ha maravillado al probarla.
-¡El Emperador, el Emperador!, otro que me parece que ya
tiene demasiadas pretensiones –contestó Jaqueline frunciendo los labios.
-¡Silencio amiga, que en París todas las paredes oyen! –le
reprendió Marguerite.
Por pura coincidencia y en ese preciso instante, una
poderosa ráfaga de viento que se desprendió de la tormenta que se alejaba,
abrió bruscamente el ventanal que daba al jardín de par en par. Ambas amigas
pegaron un grito despavorido pensando que el mismísimo Napoleón ingresaba sable
en mano y a los gritos. Cuando se dieron cuenta de lo que realmente había
ocurrido, se echaron a reír conscientes de su propia fantasía y se dispusieron
a cerrar la ventana. Jaqueline se acercó con un poco de reticencia aún, pero
finalmente logró sostener con fuerza los pesados marcos. Estaba a punto de cerrarlos
cuando una voz cristalina y melodiosa la paralizó por completo. Desde la
esquina de la casa, la vocecita se iba acercando sin dejar de repetir:
-¡Angelitos, angelitos! ¿Quién necesita un angelito? Se
prestan angelitos para curar mal de amores, de salud y de dinero. ¡Angelitos,
angelitos!
-Marguerite ven rápido a escuchar tan extraña letanía.
Anímate que ya no llueve.
La dueña de casa se acercó con desgano para asomarse a la
ventana, extrañada por la actitud de su amiga que parecía como hipnotizada. Al
inclinarse levemente por sobre la baranda mojada, oyó la misma frase entonada
por esa vos fresca y juvenil que parecía salida de otro mundo.
-¡Angelitos, angelitos! ¿Quién necesita un angelito? Se
prestan angelitos para curar mal de amores, de salud y de dinero. ¡Angelitos,
angelitos!
-Cierra ya esa ventana –le ordenó rápidamente Marguerite a
Jaqueline-. Debe ser un alma en pena salida de lo más profundo del infierno.
Siempre aparecen después de una fuerte tormenta.
-¡Pavadas! –contestó Jaqueline, visiblemente intrigada por
lo que estaba aconteciendo-. Un alma en pena no estaría ofreciendo angelitos.
Además, ¿no es que ahora dejamos de creer en todas esas supersticiones? Piensa
amiga, ¿qué haría un griego ante esta situación?
-Cerrar la ventana, alejarse lo más posible y sentarse a
comer la bendita sopa de Florence –respondió Marguerite, evidentemente
aterrada.
La muchacha forcejeó con su amiga todo lo que pudo pero fue
inútil. Para cuando se dio por vencida ya podía ver claramente parada ante la
reja de su jardín a una bella jovencita con una canasta colgando de su brazo
derecho.
-¿Tú eres la que reparte angelitos? –le preguntó Jaqueline
con una sonrisa incrédula.
-Sí, señora mía, angelitos para curar penas de amor, de
salud y de dinero –respondió cordialmente la muchacha.
-¡Jaqueline, por el amor de dios, cierra esa ventana o llamo
al cochero para que te eche!
Sin hacer el menor caso a las amenazas de su amiga,
Jaqueline continuó su diálogo con la desconocida, que resultó ser una joven muy
simpática llamada Gabrielle.
Nacida en la localidad de Étretat, en la región de
Normandía, la muchacha juraba que los angelitos vivían retozando sobre los
verdes acantilados y el hermoso mar de su pequeña y antigua ciudad, brindando
su socorro y protección a todos sus habitantes.
-¿Nunca han escuchado que en Normandía hay una luz especial,
que hay colores que no se ven en otras regiones del país? ¿De dónde creen que
emana tanta luz?, de ellos por supuesto.
-¿Y qué haces tú aquí en París, tan lejos de Normandía?
–preguntó desconfiadamente Marguerite, que a pesar de estar muerta de miedo, no
podía despegarse de la ventana.
-Cumplir mi misión llevando su socorro y protección a todos
los rincones de Francia.
-¿Cobrando cuántos francos? –retrucó la dueña de casa,
pensando que la tal Gabrielle era, más que una alma en pena, una vulgar
estafadora.
-Cobrando nada señora mía. Yo le dejo el angelito el tiempo
que usted lo necesite, y lo paso a buscar cuando su pena se haya curado. Lo
único que pido es que lo cuiden como es debido porque son seres muy delicados.
Étretat - Francia. |
Hans Zatzka. |
-¡Quiero ver uno, quiero ver uno ya mismo! –gritó Jaqueline
entusiasmada.
-Imposible aquí en plena calle, ellos no están habituados a
la ciudad. Sólo se sienten bien en el campo o en ambientes cerrados y con mucha
luz.
Ante la mirada suplicante de su amiga, Marguerite reaccionó
violentamente: -¡ni pienses que voy a dejar entrar en mi casa a esa ladrona!
Pero Marguerite la chica es un amor, si hasta tiene cara de
santa.
-¡Santa mis sandalias!, llévala a tu casa a ver si tu padre
la deja entrar. Maldita sea Jaqueline, se va a enfriar la sopa –contestó
Marguerite dirigiéndose a la mesa con la esperanza de que su amiga recapacitara
y la siguiera.
Sin darse vuelta destapó la sopera esperando que el aroma
del famoso caldo de Florence terminara con este delirio y esa ventana se
cerrara de una buena vez. Pero en su lugar escuchó un grito que casi le hace
romper la delicada tapa de porcelana de su sopera preferida. Marguerite corrió nuevamente hacia la ventana
temiendo que la joven provinciana hubiera saltado la verja he intentado entrar
por la fuerza al salón. Cuando llegó al lado de su amiga, vio que Jaqueline
tenía la boca tapada con sus dos manos y los ojos desorbitados. Gabrielle
seguía fuera de la propiedad y no había hecho nada indebido, simplemente
sostenía con dos dedos una pequeña alita que salía de la espalda de un también
pequeño angelito. El gordito alado se retorcía de manera poco agradable
tratando de desprenderse de la mano de su dueña, en un intento desesperado por
retornar a la canasta que seguía colgando de su brazo derecho.
-Les dije señoras mías, a mis chiquitos no les gusta la
ciudad. Ahora que han visto a uno de ellos, ¿me permitirían entrar a su
hogar?
Sin poder dar crédito a sus ojos, Marguerite tiró de la
cuerda de pasamanería y ordenó al criado que se presentó al instante, que
hiciera pasar al salón a la jovencita que se encontraba en la entrada de la casa.
Gabrielle estaba vestida sencillamente con una túnica gris oscura de lino
barato, y una cofia blanca que le sujetaba los cabellos prolijamente recogidos
a la manera greco romana. A pesar de su visible humildad irradiaba una paz, una
bondad y una alegría que parecían brotar desde lo más profundo de su alma. Al
ingresar al salón, la muchacha improvisó torpemente una reverencia medio
tambaleante ante las dos damas, y bajó sus ojos en señal de respeto.
-Tranquila querida que aquí no estamos en palacio, -se adelantó
Jaqueline y, tendiéndole la mano amigablemente, la llevó junto a la mesa donde
todavía reposaba la sopera ya olvidada, para presentarle a Marguerite.
-Señora, le agradezco que me haya abierto las puertas de su
casa. Muchos me creen una charlatana y me echan de sus jardines ni bien
escuchan me pregón –dijo Gabrielle humildemente.
-Hija, no es para menos, ¿a quién se le ocurriría prestar
angelitos y encima gritarlo a los cuatro vientos? –le contestó Marguerite mucho
más relajada y curiosa ante tal novedad.
-¡Ahora muéstranos a los pequeños! –inquirió Jaqueline
aplaudiendo de gozo.
Gabrielle pidió que encendieran todas las velas del gran
salón para que las arañas refulgieran con su brillo, y que se aseguraran de que
todas las aberturas de la casa estuvieran perfectamente cerradas. Luego se
acuclilló al pie de las dos damas y quitó el chal de seda que cubría su
canasta, descubriendo a tres hermosos angelitos alados que retozaban en el
interior de ella. Tal como lo había hecho en la calle, tomó suavemente a uno de
ellos por su alita y lo colocó frente a los ojos de las atónitas amigas. Las
mujeres estaban pasmadas de asombro, nunca habían visto algo semejante en sus
vidas.
-¿Puedo tocarlo? –preguntó tímidamente Jaqueline.
Jacques Firmin Beauvarlet 1778. |
Hans Zatzka. |
-Por supuesto, pero muy suavemente y con sumo cuidado. Les
gusta que les acaricien la cabeza y la pancita.
-No lo toques amiga –rogó Marguerite- me da miedo.
Desoyendo las palabras de su compañera de chimentos,
Jaqueline extendió su mano y muy delicadamente revolvió los cabellos rizados
del pequeño con la punta de sus dedos. Inmediatamente una risa diáfana, y como
de mil niños, se extendió por todo el salón, a la vez que una extraña
luminosidad hizo refulgir aún más la atmósfera de todo el ambiente. Marguerite
respiró profundo y sintió que la invadía el aroma de cientos de rosas, jazmines
y liros, aunque solo había un pequeño arreglo floral sobre la mesa. Parecía
como si la fragancia entrara por todas las ventanas de la casa, algo imposible
porque las mismas permanecían herméticamente cerradas por orden de Gabrielle.
-Esto es maravilloso –susurro Jaqueline al borde del
llanto-. Es el paraíso en la tierra.
La dueña de casa, todavía algo escéptica, preguntó a
Gabrielle algunos detalles cotidianos de la vida de los pequeños. Quería saber
si hablaban, qué comían, cómo dormían, y cuáles eran esos cuidados tan
especiales a los que se había referido anteriormente. La muchachita le contestó
diligente y sin titubeos: había que mantenerlos siempre en ambientes cerrados,
a menos que se estuviera en campo abierto; en todo momento había que dirigirse
a ellos con extrema delicadeza y suavidad; no se podía despertarlos si estaban
tomando su breve siesta; y, bajo ningún punto de vista, se podía gritarles o sostenerlos con fuerza
desmedida. Una vez por semana había que bañarlos con abundante agua de lluvia y
esencia de rosas; y todos los días era necesario besarlos y hacerles cosquillas
en la pancita o la cabeza. Los angelitos, continuó explicando Gabrielle, no comían,
solo bebían hidromiel varias veces al día. Tampoco dormían mucho que digamos, sólo reposaban algunos minutos suspendidos en el aire ya que, en rigor de
verdad, pasaban la mayor parte del tiempo retozando, haciendo cabriolas y
volando…
¡¿Volando!? –la interrumpió bruscamente Marguerite.
-Sí, mi querida señora, volando. Sino para qué tendrían
alas.
Jaqueline, que no salía de su asombro, le rogó a Gabrielle
que los hiciera volar.
-No, no. No es así mi buena señora, yo no les hago hacer
nada. Ellos vuelan cuando quieren, cuando se sienten felices y a salvo. En Étretat
lo hacen naturalmente porque es su hogar, pero aquí yo los debo alentar y
acompañar danzando para brindarles seguridad.
Dirigiéndose a Marguerite, Gabrielle continúo su
interrumpida explicación.
-Mis pequeños no hablan, el único sonido que emiten es el de
su risa cantarina, hermosa y fresca, como la de un bebé recién nacido. Todos
piensan que ellos curan a través de consejos y palabras mágicas aprendidas en
lo más alto de los cielos. Pero no es así, ellos curan con su presencia. No hay
nada más sanador que ver volar a un ángel escuchando su maravillosa risa.
-¡Pamplinas!, yo no me trago este cuento –gritó Marguerite,
que ya comenzaba a desconfiar nuevamente.
Ante tal reacción, el angelito que todavía sostenía
Gabrielle, se desprendió de su mano y se ocultó rápidamente en la canasta,
acurrucándose contra sus otros dos compañeros.
-Ay señora por favor no grite, no golpee, no discuta, mis
pequeños no lo toleran.
-¡Marguerite por el sable de Napoleón, ten un poco de cuidado,
son criaturas tan delicadas! –la reprendió Jaqueline.
-Señoras mías, si quieren ver a mis angelitos volar les
tengo que pedir que se retiren a un rincón, y se queden quietas y en silencio
por un buen rato.
-Por favor amiga, ten un poco de fe en esta muchacha, no
tiene porque mentirnos y además es tan agradable.
-No me vengas otra vez con lo de la cara de santa –refunfuñó
Marguerite, alejándose hacia el rincón más distante de la habitación.
Gabrielle se quedó sola en el centro del gran salón
iluminado. Se puso de pie y dulcemente comenzó a llamar a sus angelitos con
suaves palabras y gestos cariñosos.
-Vengan mis chiquitos, vengan, no tengan miedo, miren como
brillan los cristales, miren cuánta luz. No me digan que no tienen ganas de
estirar un poco sus alitas después de tantas horas escondidos en esa pequeña e
incómoda canasta. Vengan, que estas dos hermosas damas necesitan de su ayuda,
vengan a sanar sus penas.
Tímidamente los angelitos asomaron sus cabezas, mientras la
joven danzaba alrededor de ellos y los invitaba a salir agitando muy suavemente
sus brazos. De pronto el pequeñito de las alas amarillas se animó a revolotear
por lo bajo y muy cerca de la cesta. Al principio fue un vuelo corto, como de
reconocimiento, pero rápidamente se transformó en un planeo general al que rápidamente
se unieron sus hermanos, envalentonados por la aparente tranquilidad del
pionero. A medida que los tres gorditos alados fueron tomando confianza, la voz
de Gabrielle se hizo más fuerte y clara. La muchacha empezó a entonar una
conocida y tradicional canción medieval francesa y a recorrer todo el salón
bailando como extasiada. A los diez minutos los angelitos volaban libremente y
de una manera desenfrenada, haciendo cabriolas, piruetas y mil travesuras. Pasaban
zigzagueando en vuelo rasante por entre los caireles de las arañas, y se reían
a carcajadas con el tintineo que producían en los cristales. Por momentos se
dejaban caer en picada sobre Gabrielle, que los atrapaba en el aire, los
acunaba y los volvía a lanzar hacia el techo, luego de haberles dado un beso en
la panza. Recorrían todo el salón de punta a punta, jugando entre ellos y con
la muchacha, en un estado de plenitud y alegría totales.
Jaqueline y Marguerite lloraban a moco suelto sin poder dar
crédito a sus ojos. Una paz sobrenatural embargaba sus almas y hacía
desaparecer todos sus pesares, miedos y tristezas; se sentían como niñitas de
cinco años en el día de su cumpleaños. Empujadas por melodías de arpas,
campanillas y flautines, se lanzaron al centro del salón a dar vueltas y bailar
junto a Gabrielle, sin siquiera preguntarse de dónde cuernos salía esa música.
Tampoco les llamó la atención ese reflejo entre azulado y rosa que se generaba
con cada revoloteo de los pequeñitos y esas minúsculas nubes que comenzaban a
poblar el cielorraso de la habitación. De repente Marguerite se paró en seco; tenía
que quedarse quieta para sentir sobre su piel que ese paraíso que se había
generado de la nada dentro de su propio salón de visitas era real. Llorando se
abrazó a su amiga y luego besó las manos de Gabrielle. Intentó arrodillarse
ante la muchacha para pedirle perdón por su desconfianza y su falta de
consideración, pero la joven no se lo permitió. La tomó dulcemente por los
brazos y simplemente le dijo: -disfrute, señora mía, disfrute que mis pequeños están
curando todos sus males. Son mi regalo traído desde Normandía. Hans Zatzka. |
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