Mi
nombre es Carmen. Nací en Barcelona y de joven fui una humilde florista que
pasaba sus días ofreciendo rosas, violetas, jazmines, y otras yerbas a los
transeúntes de las callecitas de la ciudad vieja. Mis tareas comenzaban antes
de que saliera el sol, ya que a las seis de la mañana llegaban las flores
frescas al puesto de mi patrón. A esas horas yo ya debía estar preparada para
comenzar a armar los ramos que luego vendería en esquinas, bares y plazas.
Todas las madrugadas me visitaba un grupejo de maduras prostitutas que salían a
estirar las piernas después de una ardua noche de trabajo. Alegres y zalameras,
pero conocedoras de los sinsabores de la vida, hacían bromas, me convidaban un
pitillo y casi siempre me compraban algunas flores para engalanar sus sensuales
cuartos de burdel. A pesar de que mi madre me lo tenía absolutamente prohibido
yo charlaba con ellas y las aceptaba tal como eran: escandalosas, boquiflojas,
desvergonzadas y, a mi entender, libres. La vida me haría entender muchos años
después que en realidad eran esclavas de una realidad que las superaba y que,
ni sus vistosas ropas, ni sus aretes, o sus kilos de maquillaje, podían ocultar
la profunda tristeza que guardaban en lo más profundo de su ser.
Una fría mañana de otoño se me acercó tímidamente Isabel para hablarme en representación del resto de sus compañeras. Resultaba ser que un pintor que frecuentaba el burdel les había propuesto posar para él durante varios días a cambio de una considerable cantidad de dinero que les cubriera el lucro cesante. Pablito, como lo llamaban las muchachas, necesitaba cinco mujeres jóvenes y de buenas carnes, que estuvieran dispuestas a pararse desnudas frente a él durante todo el día. Ellas no tenían ningún problema en aceptar la oferta del artista y estaban encantadas con la idea. Pero había un inconveniente y residía en que eran cuatro. Por más que se esforzaban no podían encontrar una compañera que estuviera a la altura de las exigencias de Pablito. Por mi edad, a pesar de que era un poco más joven que ellas, y por mi contextura física, Isabel había pensado que yo era la indicada para completar el conjunto de cinco “señoritas” requerido. De lo que no estaba segura era que me animara a posar desnuda y algo de razón tenía. De movida me escandalizó la idea porque no quería que, por compartir el trabajo con ellas, el pintor me considerara una nueva integrante del burdel que todavía no le había sido presentada. Isabel lanzó una carcajada y me tranquilizó al respecto: “Pablito nos conoce a todas a cien kilómetros a la redonda y además te ha visto vendiendo flores por todo el barrio”. Solo quedaba por resolver entonces el tema de la desnudez. Lamentablemente no había segundas posibilidades en ese aspecto ya que el señor Picasso estaba trabajando en un retrato de conjunto que incluía a cinco mujeres sin ropa. Dudé mucho pero finalmente acepté, persuadida por el dinero y por la promesa de las muchachas que juraron protegerme y cuidarme como a una hermana menor.
Aunque el pago que recibí superó con creces lo que yo podía ganar en un par de meses vendiendo flores, lo que viví aquellos días no tiene precio. Mi vida cambió por completo gracias a las palabras y, por sobre todo, a los ojos de ese hombre que mis compañeras llamaban Pablito. En aquél tiempo, el señor Picasso era un joven de 26 años que ya comenzaba a hacerse conocido en los círculos artísticos de la ciudad. No muy alto, de anchas espaldas y andar veloz, se destacaba por la fuerza arrolladora y la intensa vitalidad que irradiaba su persona en todo momento pero, sobre todo, cada vez que tomaba una paleta y un pincel. Casi con desesperación el señor Picasso comenzaba a trazar líneas que se multiplicaban y se cubrían de colores, de sombras y de sentires. Cuando las cosas no le salían bien, maldecía con su fuerte vozarrón y se quedaba estático mirando fijamente la tela que tenía delante; solo Dios sabe lo que pasaba por su mente en esos momentos. La mayoría de las veces, luego de unos minutos, su rostro se iluminaba, una fuerte carcajada le sacudía el cuerpo y gritaba a voz en cuello: “¡Picasso, eres un genio!”. Al instante volvía frenéticamente al trabajo corrigiendo el lienzo ya montado o arrancándolo del caballete para comenzar con otro desde cero. Las manos, los gestos, la alegría y la voz de ese hombre eran descomunales, pero sus ojos, sus ojos eran directamente de otro mundo. Los ojos de Pablo, así comencé a llamarlo por su propio pedido a la semana de posar para él, eran dos carbones incandescentes, dos brasas eternamente encendidas que, al mirarte, parecían penetrar tu alma.
Cuando
tienes que estar horas enteras casi inmóvil y manteniendo una misma posición,
tu mente debe concentrarse en algo que la entretenga y le permita olvidarse de
lo que está haciendo o, mejor dicho, no está haciendo el cuerpo al cual maneja
y domina. Yo decidí concentrarme en los misteriosos ojos de Pablo. Durante los
primeros días de trabajo mi cuerpo entero reaccionaba ante su tremenda mirada.
Sus pupilas me quemaban la piel, sentía que recorrían con fruición mi cuerpo
intentando extraer algo de mis formas humanas. Era como si sus ojos buscaran mi
esencia, mis formas más primarias y ocultas. Mis mejillas ardían y la vergüenza
me impedía mantener erguida la cabeza. “¡Carmen!, la postura niña, la postura”,
me retaba Pablo sin cesar. Ninguna de mis compañeras se sentía intimidada por él
y mucho menos por su mirada, ya que lo conocían desde hacía años y, además,
estaban acostumbradas a tenerlo en sus camas. “Pablito es como la mayoría de
los hombres, un seductor que irá por la vida rompiendo corazones hasta el final
de sus días. Ni se te ocurra enamorarte”, me decía Isabel. Yo, mucho más joven
e inexperta, por momentos pensaba que ella tenía razón y que mis razonamientos
se debían a que no sabía nada de cuestiones amorosas. Sin embargo, algo me
decía que ese hombre era distinto y que ese fuego que brotaba de sus ojos era
la consecuencia de un volcán que, en realidad, ardía en su interior. Poco a
poco fui perdiendo el miedo y la vergüenza y comencé a “estudiar” a ese hombre
intrigante. Mientras posaba lo miraba detenidamente, casi con desparpajo,
escrutando cada uno de sus gestos y movimientos. Me costó trabajo, pero por fin
descubrí que Pablo usaba sus ojos para absorber con avidez el mundo que lo
rodeaba. Todo iba a parar indefectiblemente a ese volcán que crepitaba tanto en
su alma como en su mente, y allí todo se transformaba. Esa especie de
transfiguración casi mágica era hábilmente representada luego por sus manos de
las que brotaban cientos de dibujos, bocetos, cuadros, figurillas, collages y
hasta platos de cerámica. Pablo era capaz de hacer arte hasta con sus cajas de
pitillos porque, siempre al acecho, sus ojos cazaban retazos de la realidad
para transformarlos en algo impredecible y siempre nuevo.
Los
días fueron pasando entre las risas estruendosas y las bromas de las muchachas
del burdel, los retos de Pablo para con ellas, y mis cada vez más exaltados
pensamientos. Picasso era estricto y no nos dejaba ver el otro lado del gran
lienzo en el cual trabajaba afanosamente. Yo, desde mi posición de modelo, me
desesperaba por no poder atravesar la tela con mis ojos para poder espiar que
era lo que estaba creando el maestro a partir de la visión de nuestros cinco
cuerpos. Una tarde, durante un descanso, y aprovechando que Pablo estaba
ocupado con un visitante inesperado, tomé coraje, me escurrí por delante del
caballete, levanté la tela blanca que lo cubría y me quedé pasmada. No habían
pasado ni dos minutos cuando sentí una puñalada en la mitad de mi espalda. Me dí
vuelta muy despacio, temblando y sabiendo que me iba a encontrar con el filo
ardiente de los ojos negros de Pablo. Aterrada alcancé a murmurar: “perdón
señor Picasso”, e instintivamente clavé mi mirada en el piso de madera del
estudio. En esos momentos me hubiera sido imposible soportar el brillo de sus
ojos. Luego de unos instantes que me parecieron siglos, y ante mi asombro,
Pablo lanzó una pequeña risita y me desafió a que le contara que me parecía su
nueva obra. Lívida y casi sin pulso, volví a mirar el cuadro y solo atiné a
preguntarle: “¿por qué algunas señoritas llevan máscaras?”. Su rostro se
descompuso y por primera vez en siete días ví que sus ojos se nublaban. Sentí
claramente como su volcán interior se aplacaba arrasado por la emoción: “¿cómo
sabes tú que son máscaras? me interrogó con la voz casi quebrada.
Algunos
años después comprendí que en aquel momento, ese monstruo vital que se comía el
mundo con los ojos, se había emocionado hasta el tuétano al darse cuenta que
una simple florista había podido “ver” en esa obra cosas que ni sus amigos
intelectuales más allegados habían sido capaces de percibir. Siempre que
recuerdo esa tarde a la distancia agradezco haber podido vencer mis
inhibiciones y darme cuenta que frente a
mí había un joven que, al igual que yo, estaba luchando por encontrar su lugar
en el mundo. Pablo sabía que lo que tenía para mostrarles a los demás era
único, nuevo y transgresor. Pablo también sabía que el camino para hacerlo iba
a ser largo, difícil y quizás agotador: no era una novedad que los artistas que
empezaban a agitar las aguas proponiendo cambios rotundos eran casi siempre
crudamente rechazados. Pablo estaba convencido que debía mostrarse fuerte y
arrollador para empezar a jugar con cierta ventaja esa larga partida de ajedrez
que le proponía la vida.
A
partir de ese día yo fui la única modelo autorizada a mirar del otro lado del
caballete y a mantener con el maestro largas charlas que se hicieron cada vez
más frecuentes. Nada de lo que les dije pudo sacarles de la cabeza a mis
compañeras la idea de que Pablo se había convertido en mi amante o, mejor dicho,
que yo me había convertido en la suya. Isabel se culpaba por haberme llevado al
taller y acongojada me repetía, una y otra vez, que no se me ocurriera
enamorarme de Pablito. Ninguna de ellas pudo entender nunca que era lo que
realmente nos había unido al maestro y a mí.
El
último día de trabajo Pablo me apartó del resto de las muchachas y, a pesar de
mi negativa, me entregó un sobre con el doble de la paga convenida. “Invierte
bien este dinero y haz algo con tu vida. Tú no naciste para ser una simple
florista. Cómete el mundo y deja que el mundo te coma también, asómbrate
siempre y no dejes de sentir curiosidad hasta por las cosas más banales. Ten fe
en ti misma que vas a llegar lejos. Te lo digo yo, Pablo Picasso”. Hoy reconozco que no tuve más alternativa que
hacerle caso porque me fue imposible resistirme a esas palabras y, sobre todo,
a esos ojos.
Las señoritas de Avignon 1907 |
“Las
señoritas de Avignon” es un óleo sobre lienzo pintado en el año 1907 por Pablo
Picasso. Permaneció varios años en su estudio sin que lo diera a conocer al
público. Picasso solo lo mostraba a amigos y a algunos críticos porque tenía
miedo de que no fuera entendido. Si bien se lo considera como el primer cuadro
cubista, no lo es. Más correcto sería decir que fue el punto de partida del
cubismo gracias a Apollinaire, uno de los amigos que vió la obra en su estudio y
le dio ánimo para que continuara con sus trabajos sobre esta nueva forma de
representación pictórica. Esta obra maestra del siglo XX se puede ver en persona
en el museo MOMA de New York.
MOMA- New York |
Autorretrato 1907 |
Texto: Andrea Castro.
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