domingo, 7 de junio de 2015

Los ojos de Pablo

Mi nombre es Carmen. Nací en Barcelona y de joven fui una humilde florista que pasaba sus días ofreciendo rosas, violetas, jazmines, y otras yerbas a los transeúntes de las callecitas de la ciudad vieja. Mis tareas comenzaban antes de que saliera el sol, ya que a las seis de la mañana llegaban las flores frescas al puesto de mi patrón. A esas horas yo ya debía estar preparada para comenzar a armar los ramos que luego vendería en esquinas, bares y plazas. Todas las madrugadas me visitaba un grupejo de maduras prostitutas que salían a estirar las piernas después de una ardua noche de trabajo. Alegres y zalameras, pero conocedoras de los sinsabores de la vida, hacían bromas, me convidaban un pitillo y casi siempre me compraban algunas flores para engalanar sus sensuales cuartos de burdel. A pesar de que mi madre me lo tenía absolutamente prohibido yo charlaba con ellas y las aceptaba tal como eran: escandalosas, boquiflojas, desvergonzadas y, a mi entender, libres. La vida me haría entender muchos años después que en realidad eran esclavas de una realidad que las superaba y que, ni sus vistosas ropas, ni sus aretes, o sus kilos de maquillaje, podían ocultar la profunda tristeza que guardaban en lo más profundo de su ser.




Una fría mañana de otoño se me acercó tímidamente Isabel para hablarme en representación del resto de sus compañeras. Resultaba ser que un pintor que frecuentaba el burdel les había propuesto posar para él durante varios días  a cambio de una considerable cantidad de dinero que les cubriera el lucro cesante. Pablito, como lo llamaban las muchachas, necesitaba cinco mujeres jóvenes y de buenas carnes, que estuvieran dispuestas a pararse desnudas frente a él durante todo el día. Ellas no tenían ningún problema en aceptar la oferta del artista y estaban encantadas con la idea. Pero había un inconveniente y residía en que eran cuatro. Por más que se esforzaban no  podían encontrar una compañera que estuviera a la altura de las exigencias de Pablito. Por mi edad, a pesar de que era un poco más joven que ellas, y por mi contextura física, Isabel había pensado que yo era la indicada para completar el conjunto de cinco “señoritas” requerido. De lo que no estaba segura era que me animara a posar desnuda y algo de razón tenía. De movida me escandalizó la idea porque no quería que, por compartir el trabajo con ellas, el pintor me considerara una nueva integrante del burdel que todavía no le había sido presentada. Isabel lanzó una carcajada y me tranquilizó al respecto: “Pablito nos conoce a todas a cien kilómetros a la redonda y además te ha visto vendiendo flores por todo el barrio”. Solo quedaba por resolver entonces el tema de la desnudez. Lamentablemente no había segundas posibilidades en ese aspecto ya que el señor Picasso estaba trabajando en un retrato de conjunto que incluía a cinco mujeres sin ropa. Dudé mucho pero finalmente acepté, persuadida por el dinero y por la promesa de las muchachas que juraron protegerme y cuidarme como a una hermana menor.





Aunque el pago que recibí superó con creces lo que yo podía ganar en un par de meses vendiendo flores, lo que viví aquellos días no tiene precio. Mi vida cambió por completo gracias a las palabras y, por sobre todo, a los ojos de ese hombre que mis compañeras llamaban Pablito. En aquél tiempo, el señor Picasso era un joven de 26 años que ya comenzaba a hacerse conocido en los círculos artísticos de la ciudad. No muy alto, de anchas espaldas y andar veloz, se destacaba por la fuerza arrolladora y la intensa vitalidad que irradiaba su persona en todo momento pero, sobre todo, cada vez que tomaba una paleta y un pincel. Casi con desesperación el señor Picasso comenzaba a trazar líneas que se multiplicaban y se cubrían de colores, de sombras y de sentires. Cuando las cosas no le salían bien, maldecía con su fuerte vozarrón y se quedaba estático mirando fijamente la tela que tenía delante; solo Dios sabe lo que pasaba por su mente en esos momentos. La mayoría de las veces, luego de unos minutos, su rostro se iluminaba, una fuerte carcajada le sacudía el cuerpo y gritaba a voz en cuello: “¡Picasso, eres un genio!”. Al instante volvía frenéticamente al trabajo corrigiendo el lienzo ya montado o arrancándolo del caballete para comenzar con otro desde cero. Las manos, los gestos, la alegría y la voz de ese hombre eran descomunales, pero sus ojos, sus ojos eran directamente de otro mundo. Los ojos de Pablo, así comencé a llamarlo por su propio pedido a la semana de posar para él, eran dos carbones incandescentes, dos brasas eternamente encendidas que, al mirarte, parecían penetrar tu alma.











Cuando tienes que estar horas enteras casi inmóvil y manteniendo una misma posición, tu mente debe concentrarse en algo que la entretenga y le permita olvidarse de lo que está haciendo o, mejor dicho, no está haciendo el cuerpo al cual maneja y domina. Yo decidí concentrarme en los misteriosos ojos de Pablo. Durante los primeros días de trabajo mi cuerpo entero reaccionaba ante su tremenda mirada. Sus pupilas me quemaban la piel, sentía que recorrían con fruición mi cuerpo intentando extraer algo de mis formas humanas. Era como si sus ojos buscaran mi esencia, mis formas más primarias y ocultas. Mis mejillas ardían y la vergüenza me impedía mantener erguida la cabeza. “¡Carmen!, la postura niña, la postura”, me retaba Pablo sin cesar. Ninguna de mis compañeras se sentía intimidada por él y mucho menos por su mirada, ya que lo conocían desde hacía años y, además, estaban acostumbradas a tenerlo en sus camas. “Pablito es como la mayoría de los hombres, un seductor que irá por la vida rompiendo corazones hasta el final de sus días. Ni se te ocurra enamorarte”, me decía Isabel. Yo, mucho más joven e inexperta, por momentos pensaba que ella tenía razón y que mis razonamientos se debían a que no sabía nada de cuestiones amorosas. Sin embargo, algo me decía que ese hombre era distinto y que ese fuego que brotaba de sus ojos era la consecuencia de un volcán que, en realidad, ardía en su interior. Poco a poco fui perdiendo el miedo y la vergüenza y comencé a “estudiar” a ese hombre intrigante. Mientras posaba lo miraba detenidamente, casi con desparpajo, escrutando cada uno de sus gestos y movimientos. Me costó trabajo, pero por fin descubrí que Pablo usaba sus ojos para absorber con avidez el mundo que lo rodeaba. Todo iba a parar indefectiblemente a ese volcán que crepitaba tanto en su alma como en su mente, y allí todo se transformaba. Esa especie de transfiguración casi mágica era hábilmente representada luego por sus manos de las que brotaban cientos de dibujos, bocetos, cuadros, figurillas, collages y hasta platos de cerámica. Pablo era capaz de hacer arte hasta con sus cajas de pitillos porque, siempre al acecho, sus ojos cazaban retazos de la realidad para transformarlos en algo impredecible y siempre nuevo.






Los días fueron pasando entre las risas estruendosas y las bromas de las muchachas del burdel, los retos de Pablo para con ellas, y mis cada vez más exaltados pensamientos. Picasso era estricto y no nos dejaba ver el otro lado del gran lienzo en el cual trabajaba afanosamente. Yo, desde mi posición de modelo, me desesperaba por no poder atravesar la tela con mis ojos para poder espiar que era lo que estaba creando el maestro a partir de la visión de nuestros cinco cuerpos. Una tarde, durante un descanso, y aprovechando que Pablo estaba ocupado con un visitante inesperado, tomé coraje, me escurrí por delante del caballete, levanté la tela blanca que lo cubría y me quedé pasmada. No habían pasado ni dos minutos cuando sentí una puñalada en la mitad de mi espalda. Me dí vuelta muy despacio, temblando y sabiendo que me iba a encontrar con el filo ardiente de los ojos negros de Pablo. Aterrada alcancé a murmurar: “perdón señor Picasso”, e instintivamente clavé mi mirada en el piso de madera del estudio. En esos momentos me hubiera sido imposible soportar el brillo de sus ojos. Luego de unos instantes que me parecieron siglos, y ante mi asombro, Pablo lanzó una pequeña risita y me desafió a que le contara que me parecía su nueva obra. Lívida y casi sin pulso, volví a mirar el cuadro y solo atiné a preguntarle: “¿por qué algunas señoritas llevan máscaras?”. Su rostro se descompuso y por primera vez en siete días ví que sus ojos se nublaban. Sentí claramente como su volcán interior se aplacaba arrasado por la emoción: “¿cómo sabes tú que son máscaras? me interrogó con la voz casi quebrada.
Algunos años después comprendí que en aquel momento, ese monstruo vital que se comía el mundo con los ojos, se había emocionado hasta el tuétano al darse cuenta que una simple florista había podido “ver” en esa obra cosas que ni sus amigos intelectuales más allegados habían sido capaces de percibir. Siempre que recuerdo esa tarde a la distancia agradezco haber podido vencer mis inhibiciones y darme cuenta que  frente a mí había un joven que, al igual que yo, estaba luchando por encontrar su lugar en el mundo. Pablo sabía que lo que tenía para mostrarles a los demás era único, nuevo y transgresor. Pablo también sabía que el camino para hacerlo iba a ser largo, difícil y quizás agotador: no era una novedad que los artistas que empezaban a agitar las aguas proponiendo cambios rotundos eran casi siempre crudamente rechazados. Pablo estaba convencido que debía mostrarse fuerte y arrollador para empezar a jugar con cierta ventaja esa larga partida de ajedrez que le proponía la vida.






A partir de ese día yo fui la única modelo autorizada a mirar del otro lado del caballete y a mantener con el maestro largas charlas que se hicieron cada vez más frecuentes. Nada de lo que les dije pudo sacarles de la cabeza a mis compañeras la idea de que Pablo se había convertido en mi amante o, mejor dicho, que yo me había convertido en la suya. Isabel se culpaba por haberme llevado al taller y acongojada me repetía, una y otra vez, que no se me ocurriera enamorarme de Pablito. Ninguna de ellas pudo entender nunca que era lo que realmente nos había unido al maestro y a mí.
El último día de trabajo Pablo me apartó del resto de las muchachas y, a pesar de mi negativa, me entregó un sobre con el doble de la paga convenida. “Invierte bien este dinero y haz algo con tu vida. Tú no naciste para ser una simple florista. Cómete el mundo y deja que el mundo te coma también, asómbrate siempre y no dejes de sentir curiosidad hasta por las cosas más banales. Ten fe en ti misma que vas a llegar lejos. Te lo digo yo, Pablo Picasso”.  Hoy reconozco que no tuve más alternativa que hacerle caso porque me fue imposible resistirme a esas palabras y, sobre todo, a esos ojos.





Las señoritas de Avignon 1907

“Las señoritas de Avignon” es un óleo sobre lienzo pintado en el año 1907 por Pablo Picasso. Permaneció varios años en su estudio sin que lo diera a conocer al público. Picasso solo lo mostraba a amigos y a algunos críticos porque tenía miedo de que no fuera entendido. Si bien se lo considera como el primer cuadro cubista, no lo es. Más correcto sería decir que fue el punto de partida del cubismo gracias a Apollinaire, uno de los amigos que vió la obra en su estudio y le dio ánimo para que continuara con sus trabajos sobre esta nueva forma de representación pictórica. Esta obra maestra del siglo XX se puede ver en persona en el museo MOMA de New York.


MOMA- New York 

Autorretrato 1907
Texto: Andrea Castro.  

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