Estoy
despierta, lo siento. Estoy despierta, pero no quiero abrir los ojos. Sé que esta
vez no va a ser como las anteriores, aunque los médicos me hayan jurado que era
lo más conveniente. ¡Claro!, total ellos siguen montados sobre sus dos piernas.
¡Hijos de la chingada, esos matasanos!, me vienen martirizando desde hace años.
Alguien
respira a mi lado, no creo que sea Diego porque no resopla como un elefante.
Debe ser Cristina, la pobre está cada día más consumida por la culpa de haberme
hecho cornuda.
-¡Ay,
Frida!, deja de pensar pavadas, ¡si en el fondo los amas con el alma!
-No,
hoy no. Hoy los odio a todos porque me han quitado una de mis piernas.
Estoy
despierta, pero no quiero abrir los ojos. ¿Por qué?, si los he abierto tantas
veces desde el accidente. Tantas veces me he sobrepuesto al dolor, a la
incertidumbre, a los tratamientos, a los insoportables corsets. Ya llevo más de
treinta operaciones y mi torso ha sido encerrado en por lo menos cinco modelos
distintos de artefactos correctivos, la mayoría de ellos hechos en yeso. Aún recuerdo como se sentía tener que esperar a que se secaran, manteniéndome totalmente inmóvil y
percibiendo, minuto a minuto, el aumento de esa rigidez que de a poco me
quitaba la libertad de respirar normalmente.
No
me animo a creerlo pero, ¿será que esta vez no lo soportaré? La verdad es que
no lo sé. No puedo imaginarme sin una pierna. Lo único que me tranquiliza es la certeza de saber que mis largas faldas tehuanas me van a ayudar a ocultar su falta.
-¡Ay, Frida!, otra vez maquinando pavadas, ¡ni que pintaras con los pies!
-Es verdad, quien necesita dos piernas para seguir creando. No será ni la primera, ni la última vez, que me enfrentaré a un caballete desde mi silla de ruedas.
Estoy
despierta, pero no quiero abrir los ojos. Si los mantengo cerrados puedo sentir
aún mis piernas, mis dos piernas, mis dos sanas y fuertes piernas. Las mismas
que a los dieciocho años me llevaron despreocupadamente a subirme a ese pinche autobús.
¿Cuántos años han pasado ya? ¿Cuántos cuadros he pintado ya? ¿Cuántos cuadros
me faltarán pintar todavía, antes de encontrarme cara a cara con la huesuda?
Llorona bendita, ¡qué cerca que te siento hoy día! Puedo adivinar el leve peso
de tu trasero despellejado apoyado en los pies de mi cama. Ya no te tengo miedo
porque te conozco más que a mí misma. Te evité durante años, aunque siempre
busqué tu sombra en cada uno de mis autorretratos. ¿Sabes?, hay algo mágico en
ellos, algo que siempre me dio la certeza de que todavía no había llegado mi
hora: por más que tu presencia se reflejaba claramente en el espejo del techo
de mi cama, automáticamente desaparecía en los lienzos. Cada vez que te sentí
cerca, cada vez que supe que me rondabas con ganas de apropiarte de mi alma,
cada vez que mi cuerpo empezaba a llamarte a gritos, yo pinté un autorretrato
para salvarme. Así conseguí mantenerte a raya, exorcizarte, y dejarte en claro
que estaba rota pero no vencida. Hoy, si quisiera abrir los ojos y levantarme
de esta cama, no estoy segura de que es lo que pintaría. Quizás un bodegón
repleto de sandías.
-¡Ay,
Frida!, otra vez con las pavadas, ¡a ti no te gustan las sandías!
-No
me gusta comerlas, pero amo su color. Ese rojo cristalino que me hace exclamar:
¡viva la vida!
Las dos Fridas (1939) |
Autorretrato con monos (1943) |
Estoy
despierta, pero no quiero abrir los ojos. Si no los abro quizás vuelva a
dormirme y pueda retomar ese sueño maravilloso que inundaba mi cerebro hace un
momento atrás. Todavía lo recuerdo claramente, en él me veía sentada en el
patio de la casa azul, rodeada de ese magnífico jardín al que mi madre supo
dedicarle horas de su vida, antes de tener que dedicárselas a su malherida
hija. Me rodean sus cactus, sus palmeras, sus yucas, y sus numerosos helechos dispuestos
por sus primorosas manos en tradicionales vasijas mexicanas. Ella también forma
parte de este sueño: la vislumbro o, mejor dicho, la siento cepillando
rítmicamente mi larga cabellera negra. Juro que no hay sensación más
maravillosa que la producida por la fresca brisa de una mañana primaveral,
sumada a las caricias de las suaves manos de una madre deslizándose por nuestra
cabellera. Aún recuerdo como sufrió Doña Matilde cuando me corté el cabello, no
me habló durante tres días, pasaba cerca de mí murmurando: “la señorita ahora
se ha vuelto europea”. ¡Ay, madre querida, nunca entendiste que yo soy, y seré,
más mexicana que las tortillas!
-Enfócate
Frida, el sueño, sigue contándome el sueño.
-Ya
sigo, mujer. Espérame un ratitico, que hace mucho que no escuchaba la voz de mi
madre…
…recuerdo
también haber soñado luego algo más raro aún. Fíjate que en esta nueva escena
mi cama cobraba vida. Sí, así como lo escuchas Calaca. Conmigo encima y algo
enloquecido, el mueble empezaba a dar grandes zancadas con sus robustas patas
de madera. Primero salía de la alcoba, luego de la casa, y finalmente ganaba la
calle haciendo caso omiso de mis gritos. Después de pasar varios minutos
trotando por callejuelas y avenidas, mi lecho entraba en un gran salón repleto
de gente que se encontraba admirando mis obras. Al vernos, todos comenzaban a
aplaudirnos mientras un atento caballero, íntegramente vestido de negro y
extrañamente parecido a mi padre, me
ayuda a bajarme y me conducía al centro de la sala. El final de mi sueño fue
más raro aún. Allí estaba yo, ataviada con una blusa bordada y una larga y
colorida falda campesina, parada sobre mis dos piernas y ovacionada por todo
México, cuando de golpe, el misterioso hombre de negro me tomaba por la espalda
y me cubría de pies a cabeza con un paño rojo furioso. No estoy segura, pero
creo que era la bandera comunista. Fíjate nomás madrecita, ¡lo que puede
hacernos ver un poco de anestesia!
-¡Ay,
Frida!, te digo por última vez que basta de decir pavadas. No ha sido la
anestesia la que te ha hecho soñar tu futuro, he sido yo, tu compañera de toda
la vida: la que ahora tiene su trasero despellejado apoyado en los pies de tu
cama.
Jardín Casa Azul, actual Museo Frida Kahlo |
Frida Khalo fue autora de más de 200 obras, la mayoría de ellas autorretratos
en los cuales plasmó sus dolores físicos y psíquicos, pero también su profundo
amor por México y por Diego Rivera. Luego de padecer poliomielitis de pequeña,
enfermedad que le dejó el sobrenombre de “La cojita” además de la pierna
derecha mucho más delgada y débil que la izquierda, sufrió a los 18 años un
gravísimo accidente cuando el autobús en el cual viajaba fue chocado por un tranvía. Su columna vertebral quedó fracturada en tres partes, al igual que
su pelvis, sufrió también fracturas en dos costillas y en la clavícula. Su
pierna derecha se quebró en once partes, su pie derecho se dislocó, su hombro
izquierdo se descoyunturó y uno de los pasamanos del tranvía le atravesó la
pelvis entrando por la cadera izquierda y saliendo por la vagina. La medicina
de aquel momento le salvó milagrosamente
la vida pero la atormentó con múltiples operaciones quirúrgicas (por lo menos
32 a lo largo de su vida), corsés de yeso y diversos mecanismos de
estiramiento.
En 1953 se organizó en la Galería de Arte
Contemporáneo de la ciudad de México la que sería la única exposición individual realizada en su
país y durante su vida. La salud de
Frida estaba muy deteriorada y los médicos le prohibieron concurrir a la muestra,
pero ella llegó en una ambulancia y asistió a la inauguración acostada en su
propia cama, la cual se había colocado en el centro de la sala. Ese mismo año
le amputaron la pierna derecha por debajo de la rodilla debido a una infección
de gangrena.
Esto la sumió en una gran depresión que la llevó a intentar el suicidio en un
par de ocasiones, además de consolidar su adicción a la morfina.
Frida murió en Coyoacán el 13 de julio de 1954 afectada por una
neumonía que terminó con su ya irrecuperable salud. Sus restos fueron velados
en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad
de México y su féretro
fue cubierto con la bandera del Partido Comunista Mexicano. Su último cuadro es
un óleo sobre masonita que muestra varios cortes de sandías en tonos muy vivos.
En uno de estos trozos y junto a su firma se puede leer: Viva la vida. Una de
sus obras, Autorretrato con chango y loro, puede visitarse en el Museo de Arte
Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA).
Texto: Andrea Castro.
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