¡Bonjour
Monsieur! Aquí estoy aunque usted no lo crea. No, no, no baje la mirada
caballero, atrévase a enfrentarse a mi desnudez. A mi plácido cuerpecito
recostado sobre sábanas de seda y mullidos almohadones. Vamos, no se haga el
vergonzoso, que bien que disfruta usted de señoritas como yo, noche por medio,
en los mejores burdeles de París. ¡Atrevido, no me mande a callar con ese
gestito de desaprobación! Ya sé que es un secreto a voces, pero yo no tengo la culpa que al señor Manet
se le haya ocurrido retratarme. Tampoco es de mi incumbencia que los señorones
del jurado se hayan obnubilado comparándome con la Venus de Urbino de Tiziano,
y me aprobaran para estar expuesta aquí, en el Salón de París y a la vista de
todos mis actuales y futuros clientes. Es sabido que, a pesar de haberse tomado
algunas licencias, Tiziano amparó la desnudez de su modelo bajo el nombre de
una diosa y la vaga idea de que la muchacha estaría por contraer matrimonio.
Mi creador, en cambio, ha retratado a
una simple mortal de carne y hueso, nacida en un poema que el gran Baudelaire le
dedicara a una dama de esas que quitan el aliento y vacían los bolsillos de los
caballeros de París. ¡Qué descaro el del señor Manet, y qué error el del
jurado!
Olympia de Manet (1863) |
Venus de Urbino de Tiziano (1538) |
Estoy
tan complacida de estar aquí, que si pudiera me reiría a carcajadas de usted y
de todos sus compañeros de juerga. Son todos iguales, llegan al Salón muy
copetudos y respetables, vestidos con sus mejores galas y del brazo de sus
honorables esposas. Pero ni bien se paran frente a mí, el decoro se les va al
demonio. Algunos maldicen por lo bajo, otros se quedan boquiabiertos y con los
ojos desorbitados, no faltan los que empiezan a golpear nerviosamente el piso
con su bastón, y los que tratan de esconder la mirada debajo de sus galeras.
Por mi parte, tengo debilidad por los que intentan, entre balbuceos e
incongruencias, alejar a sus mujeres de mi vista improvisando explicaciones sin
pies ni cabeza. Los que vienen solos, como usted, son un poco más arriesgados.
Se pasean por delante de mi figura fingiendo analizar alguna otra obra cercana
pero, en realidad, no se pierden detalle
de mi hogar. Sí, Monsieur, así como lo ve, Édouard puso a los pies de mi cama
un gatito negro con su cola voluptuosamente erguida: a buen entendedor, pocas
palabras. Además de este símbolo inequívoco de erotismo y promiscuidad, fue
capaz de pintarme una delicada sandalia de tacón, balanceándose en uno de mis
pequeños pies, dejando en claro que mi inocencia está irremediablemente
perdida, y que usted es un fetichista. Vamos, vamos, no se me enoje, que sabe
muy bien que en la entrada de los burdeles de clase hay un cabinet repleto de
zapatos, entre los cuales ustedes eligen los que debe lucir la agraciada con la
cual van a pasar la noche. Tampoco creo que le sea desconocido el revuelo que
se produce cada vez que una mujer debe levantar levemente sus faldas en plena
calle para poder subir a un carruaje. También, con los kilos de tela que cubren
a las damas de sociedad, poder verles un tobillo, debe ser para ustedes una
fiesta. Pero no nos engañemos, ambos sabemos que la verdadera fiesta es la que
se da puertas adentro de las habitaciones similares a las que muestra mi
retrato. Es en ellas donde ustedes, respetables burgueses y hombres de
negocios, se olvidan de todo. Y no hablo solo del recato y la decencia, sino
también de la pacatería y de las estrictas
e hipócritas normas sociales que no los dejan ser simplemente humanos.
¡Ay, mi querido amigo!, veo por la humedad de sus ojos que usted es uno de esos
caballeros que más de una noche se le ha pasado llorando sobre el pecho desnudo
de alguna de mis compañeras, contándole sus temores, tristezas y angustias más
profundas. Yo no entiendo porqué no hacen lo mismo con sus esposas, pero
ustedes sabrán. Ojalá llegue el día en el que los hombres elijan una compañera
de vida no solo para cerrar buenos negocios,
para salvarse de la ruina, o para adornar su vida.
Señor
mío, ha sido un gusto conversar con usted, pero mejor se va retirando porque ya
escucho acercarse hacia mí, el frú-frú de las faldas de una dama solitaria a la
que no veo muchas intenciones de seguir de largo escandalizada.
¡Bonjour
Madame! Aquí estoy aunque usted no lo crea. No, no, señora mía, no se esconda
tras el tul de su imponente sombrero de plumas. No oculte esos bellos ojos
porque igualmente puedo sentir la curiosidad que de ellos emana. Si, Madame,
así somos nosotras, las meretrices con las que gozan sus maridos. Es verdad que
estamos un poco más flacuchas que ustedes. Para serle sincera, la comida en los
burdeles no es de tan buena calidad como la que se sirve en su mesa y, además,
realizamos mucha actividad física, si usted me entiende. También es cierto que
no tenemos cinturas de avispa ya que usamos los corset desatados. ¡Imagínese
usted lo que sería lidiar con todas esas cintas en pleno incendio pasional! No
se ruborice, querida amiga, así es la vida fuera de los aburridos lechos
conyugales. Apuesto mi cabeza a que usted nunca se ha desvestido íntegramente
delante de su marido. No sabe lo que se pierde, uno se siente tan libre sin
ropa a la hora del amor. A propósito, ¿no está harta de tener esas ballenas
clavadas alrededor de sus costillas? ¿No se muere por respirar como un ser
humano, por poder suspirar sin tener que desmayarse? Entre nosotras, y ahora
que nadie la escucha, admita que al menos, en cuestiones vestimentarias, nos
tiene un poquito de envidia.
¿Y
ahora qué pasa que me mira tan fijo? Ha descubierto la pulsera, ¿no es así?
¡Señor!, ya estoy cansada de tener que explicar que fue una ocurrencia del
señor Manet y no mía. Cómo iba a saber yo que la joya en cuestión es de su
señora madre y que todo París la reconoce porque la dama no se la saca ni para
dormir. ¡No, no se vaya, todavía! Tómese un minuto y reflexione conmigo, ¿qué
nos habrá querido decir Édouard? ¿Qué en todo amor desenfrenado por una mujer
se esconde esa pasión obligadamente reprimida por la primera mujer que les dio
todo, incluso la vida? ¿Qué una prostituta también puede ser una buena madre?
¿Qué todas llevamos a cuestas las mismas miserias, bondades, desdichas y
alegrías de nuestro género, seamos putas, campesinas, monjas o grandes damas de
sociedad? Vaya uno a saber. Yo me quedo con la última opción, porque sé como es
mi vida, pero también sé como es la suya. No se engañe Madame, yo, al igual que
usted, tampoco soy libre. Estoy presa de los designios y de los humores de mis
clientes y, para colmo de males, ni siquiera tengo un futuro asegurado. ¿Sabe
usted a dónde irán a parar los ramos de flores, las alhajas, los perfumes, los
mimos y los arrumacos de mis amantes cuando este cuerpo empiece a envejecer? La
humedad de sus ojos me dice que conoce la respuesta: a la cama y a los brazos
de una señorita mucho más joven y lozana que ocupará mi lugar en el
burdel. Ese día a mí solo me quedarán
algunos escasos ahorros, algunos buenos recuerdos, y la condena pública de todo
París.
Veo
que mira su reloj, asique la despido y la dejo continuar con su visita al
Salón. Ha sido un gusto conversar con usted y no se vaya triste, por favor.
Solo recuerde que la peor cárcel es la que no se ve.
Édouard Manet pintó La Olympia en 1863 para presentarla en el Salón de los Rechazados de ese mismo año, ya que sabía de antemano que por su temática, era casi imposible que fuera aceptada en el Salón Nacional. Pero sus similitudes con la Venus de Urbino de Tiziano, obra en la cual el jurado vio una clara inspiración, le jugó a favor y fue aceptada para ser exhibida en el ya mencionado Salón de París. Con el hecho consumado, el escándalo corrió entonces por cuenta de los críticos y de los burgueses parisinos que destrozaron tanto a la obra como a su autor. Los primeros le criticaron ferozmente el atrevimiento de usar figuras claras sobre fondos claros (modelo sobre la ropa de cama) y figuras oscuras sobre fondos oscuros (mujer negra y gatito sobre el fondo de la habitación) y, obviamente la descarada temática. Los segundos, en cambio, se reservaron los comentarios para los detalles: la orquídea en el pelo de la dama (flor que remite al sexo femenino), el único zapato de tacón (símbolo de la inocencia perdida) y la cinta de tela atada alrededor del cuello también llamada je ne baise plus (significado de, como lo dice claramente la frase en francés, yo no tengo sexo). Los burgueses tampoco dejaron pasar el hecho de que a esta ironía sin par, Manet sumara las protagonizadas por la pulsera de su madre y por la pudorosa pose de la meretriz. Ese gesto, aparentemente sutil, fue la gota que rebalsó el vaso, ya que la mujer se cubre el pubis con la mano para dar a entender que el posible futuro cliente, o sea todo hombre que se pare adelante del cuadro, según Manet, aún no ha pagado por poseerlo.
Esta tremenda cachetada a la doble moral que los burgueses vivían y
pregonaban por aquellos años, puede disfrutarse en la actualidad en el Museo de
Orsay.
Texto: Andrea Castro.
Édouard Manet |
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