Lola
se despertó sobresaltada en mitad de la noche sintiendo que se ahogaba.
Instintivamente abrió de par en par las ventanas de su estudio y respiró con
fruición el refrescante aire de la noche romana que invadió sus pulmones. La luna todavía plateaba los tejados de esa
ciudad eterna y maravillosa pero ya podía oírse el resonar acompasado de los
cascos de algunos caballos sobre el empedrado. En unas horas despuntaría el día
y la actividad se volvería caótica e incesante. “Por suerte todavía me quedan
algunos momentos de tranquilidad”, pensó Lola mientras respiraba profundamente
tratando de sacarse de la cabeza esas imágenes que últimamente todas las noches
invadían su sueño para torturarla. Vagamente recordaba aún el verse corriendo
desesperada por las calles de Buenos Aires mientras unos toscos brazos
masculinos, portando espantosas herramientas, se disponían a cercenar a sus
hermosas y blancas hijas, sus adoradas Nereidas. Lola corría y, al borde del
desmayo, gritaba: “no maten a mis niñas, no les hagan daño, son mías y son
puras a pesar de estar desnudas”. Seguidamente, un golpe seco que se descargaba
con fuerza sobre uno de los blanquísimos cuerpos, marcaba el final abrupto de
ese sueño que la estaba enloqueciendo desde hacía dos semanas.
Un
poco más tranquila ya Lola se lavó la cara, se recogió el largo pelo y se calzó
sus bombachas de gaucho y su boina de trabajo, decidida a permanecer en vela junto a sus niñas una noche más: la
aterraba la idea de volver a meterse en la cama. Ellas la esperaban abajo,
enormes, hermosas, blancas como la nieve y suaves como la seda. La escultora
encendió un par de faroles y descorrió los lienzos que cubrían sus obras, volcando un mar de reflejos dorados
sobre esas carnes turgentes, voluptuosas e increíblemente inmóviles. Luego se
trepó a uno de los andamios y, a pesar del cansancio de sus brazos y del dolor
incesante que recorría sus manos, comenzó a luchar cuerpo a cuerpo con el
mármol, tal como lo venía haciendo día tras día desde que le llegó este nuevo
encargo desde Buenos Aires. Un fino polvillo comenzó a cubrir la pequeña figura
de la artista emparentándola con sus amadas creaciones. Lola trabajaba sin pausa, a más de un metro y medio del suelo,
mientras recordaba los paisajes de su lejano norte Argentino para borrar de su
cabeza los malos augurios de su mal sueño. En medio de la ensoñación que la
había trasladado casi realmente a su tierra natal, un golpe en falso la hizo
reaccionar para ver con horror la veta
abierta que amenazaba con quebrar el brazo de una de las ninfas. Para serenarse
miró hacia afuera por el amplio ventanal del salón y se dio cuenta que ya estaba amaneciendo: hacia más de tres
horas que estaba trabajando con el martillo y los cinceles. Al instante tomó
conciencia que ya no sentía los brazos: “por Dios, si supieran lo que duele
esculpir, tanto en el cuerpo como en el alma; si se imaginarán por un segundo
lo que se sufre parir cada obra”, murmuró. Llorando se abrazó a la ninfa a la
cual casi había desmembrado, estaba fría y parecía mirarla de forma
inquietante. Sollozando comenzó a hablarle, ella la curaría, ella le daría su
calor y la cuidaría por siempre como al resto de sus hermanas. Sus niñas eran
las que importaban ahora, después habría tiempo para los tritones y los
caballos. “Ustedes serán admiradas por todos”, les dijo entre lágrimas y un
segundo antes de dormirse.
Lola,
arrullada por los brazos de su creación, soñó en ese luminoso amanecer romano con
una costanera lejana, con un cielo muy
azul, con el Río de la Plata y con un gran espacio abierto cubierto de césped
por el cual transitaba mucha gente caminando, patinando y en bicicleta. Si bien
todos parecían estar en su mundo, relajándose y disfrutando del paisaje, ni uno solo dejaba de pararse ante esa fuente
enorme e imponente para admirarla en todo su esplendor.
Cuando
ya entrada la mañana sus ayudantes ingresaron al salón principal del estudio
encontraron a la artista profundamente dormida, abrazada a una Nereida y
sonriendo. La escena les pareció extraña pero sobrecogedora a la vez: a Lola se
la veía feliz por primera vez en muchos días.
Lola Mora esculpió la Fuente de Las Nereidas en Roma. A mediados de 1902 la obra llegó a Buenos Aires desarmada en piezas para ser ensamblada. Lola intervino directamente en todo el proceso de armado, contando con la colaboración de sus ayudantes de taller, que también vinieron desde Roma. El primer emplazamiento que tuvo la Fuente fue detrás de la Casa Rosada, a la inauguración oficial no asistió ninguna mujer ya que tantos desnudos juntos eran considerados directamente ofensivos para los ojos de una dama. La crítica la destrozó. Se dudó de su autoría, nadie la creía capaz de crear, y mucho menos de esculpir, semejante majestuosidad. Los que creyeron en su talento como artista fueron aún más crueles: la trataron de licenciosa y libidinosa por tener esas imágenes tan sensuales rondando por su cabeza y, para colmo, atreverse a expresarlas de una manera tan realista. Ante el escándalo general no quedó otra que trasladar la obra lo más lejos posible de la ciudad y de la mirada de las personas decentes, por lo que se la confinó a la Costanera Sur (casi la Pampa misma por aquellos años). Lola se enteró del traslado estando en Europa y desesperada volvió a Buenos Aires porque solo ella sabía cómo desarmarla sin romperla, un solo golpe mal dado podía destruir una de sus esculturas para siempre.
Texto: Andrea Castro
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