domingo, 26 de julio de 2015

¡Viva la vida!

Estoy despierta, lo siento. Estoy despierta, pero no quiero abrir los ojos. Sé que esta vez no va a ser como las anteriores, aunque los médicos me hayan jurado que era lo más conveniente. ¡Claro!, total ellos siguen montados sobre sus dos piernas. ¡Hijos de la chingada, esos matasanos!, me vienen martirizando desde hace años.
Alguien respira a mi lado, no creo que sea Diego porque no resopla como un elefante. Debe ser Cristina, la pobre está cada día más consumida por la culpa de haberme hecho cornuda.
-¡Ay, Frida!, deja de pensar pavadas, ¡si en el fondo los amas con el alma!
-No, hoy no. Hoy los odio a todos porque me han quitado una de mis piernas.
Estoy despierta, pero no quiero abrir los ojos. ¿Por qué?, si los he abierto tantas veces desde el accidente. Tantas veces me he sobrepuesto al dolor, a la incertidumbre, a los tratamientos, a los insoportables corsets. Ya llevo más de treinta operaciones y mi torso ha sido encerrado en por lo menos cinco modelos distintos de artefactos correctivos, la mayoría de ellos hechos en yeso. Aún recuerdo como se sentía tener que esperar a que se secaran, manteniéndome totalmente inmóvil y percibiendo, minuto a minuto, el aumento de esa rigidez que de a poco me quitaba la libertad de respirar normalmente.
No me animo a creerlo pero, ¿será que esta vez no lo soportaré? La verdad es que no lo sé. No puedo imaginarme sin una pierna. Lo único que me tranquiliza es la certeza de saber que mis largas faldas tehuanas me van a ayudar a ocultar su falta.
-¡Ay, Frida!, otra vez maquinando pavadas, ¡ni que pintaras con los pies!
-Es verdad, quien necesita dos piernas para seguir creando. No será ni la primera, ni la última vez, que me enfrentaré a un caballete desde mi silla de ruedas.









Estoy despierta, pero no quiero abrir los ojos. Si los mantengo cerrados puedo sentir aún mis piernas, mis dos piernas, mis dos sanas y fuertes piernas. Las mismas que a los dieciocho años me llevaron despreocupadamente a subirme a ese pinche autobús. ¿Cuántos años han pasado ya? ¿Cuántos cuadros he pintado ya? ¿Cuántos cuadros me faltarán pintar todavía, antes de encontrarme cara a cara con la huesuda? Llorona bendita, ¡qué cerca que te siento hoy día! Puedo adivinar el leve peso de tu trasero despellejado apoyado en los pies de mi cama. Ya no te tengo miedo porque te conozco más que a mí misma. Te evité durante años, aunque siempre busqué tu sombra en cada uno de mis autorretratos. ¿Sabes?, hay algo mágico en ellos, algo que siempre me dio la certeza de que todavía no había llegado mi hora: por más que tu presencia se reflejaba claramente en el espejo del techo de mi cama, automáticamente desaparecía en los lienzos. Cada vez que te sentí cerca, cada vez que supe que me rondabas con ganas de apropiarte de mi alma, cada vez que mi cuerpo empezaba a llamarte a gritos, yo pinté un autorretrato para salvarme. Así conseguí mantenerte a raya, exorcizarte, y dejarte en claro que estaba rota pero no vencida. Hoy, si quisiera abrir los ojos y levantarme de esta cama, no estoy segura de que es lo que pintaría. Quizás un bodegón repleto de sandías.
-¡Ay, Frida!, otra vez con las pavadas, ¡a ti no te gustan las sandías!
-No me gusta comerlas, pero amo su color. Ese rojo cristalino que me hace exclamar: ¡viva la vida!




Las dos Fridas (1939)

Autorretrato con monos (1943)

Viva la vida (1954)

Estoy despierta, pero no quiero abrir los ojos. Si no los abro quizás vuelva a dormirme y pueda retomar ese sueño maravilloso que inundaba mi cerebro hace un momento atrás. Todavía lo recuerdo claramente, en él me veía sentada en el patio de la casa azul, rodeada de ese magnífico jardín al que mi madre supo dedicarle horas de su vida, antes de tener que dedicárselas a su malherida hija. Me rodean sus cactus, sus palmeras, sus yucas, y sus numerosos helechos dispuestos por sus primorosas manos en tradicionales vasijas mexicanas. Ella también forma parte de este sueño: la vislumbro o, mejor dicho, la siento cepillando rítmicamente mi larga cabellera negra. Juro que no hay sensación más maravillosa que la producida por la fresca brisa de una mañana primaveral, sumada a las caricias de las suaves manos de una madre deslizándose por nuestra cabellera. Aún recuerdo como sufrió Doña Matilde cuando me corté el cabello, no me habló durante tres días, pasaba cerca de mí murmurando: “la señorita ahora se ha vuelto europea”. ¡Ay, madre querida, nunca entendiste que yo soy, y seré, más mexicana que las tortillas!
-Enfócate Frida, el sueño, sigue contándome el sueño.
-Ya sigo, mujer. Espérame un ratitico, que hace mucho que no escuchaba la voz de mi madre…
…recuerdo también haber soñado luego algo más raro aún. Fíjate que en esta nueva escena mi cama cobraba vida. Sí, así como lo escuchas Calaca. Conmigo encima y algo enloquecido, el mueble empezaba a dar grandes zancadas con sus robustas patas de madera. Primero salía de la alcoba, luego de la casa, y finalmente ganaba la calle haciendo caso omiso de mis gritos. Después de pasar varios minutos trotando por callejuelas y avenidas, mi lecho entraba en un gran salón repleto de gente que se encontraba admirando mis obras. Al vernos, todos comenzaban a aplaudirnos mientras un atento caballero, íntegramente vestido de negro y extrañamente parecido a mi padre,  me ayuda a bajarme y me conducía al centro de la sala. El final de mi sueño fue más raro aún. Allí estaba yo, ataviada con una blusa bordada y una larga y colorida falda campesina, parada sobre mis dos piernas y ovacionada por todo México, cuando de golpe, el misterioso hombre de negro me tomaba por la espalda y me cubría de pies a cabeza con un paño rojo furioso. No estoy segura, pero creo que era la bandera comunista. Fíjate nomás madrecita, ¡lo que puede hacernos ver un poco de anestesia!
-¡Ay, Frida!, te digo por última vez que basta de decir pavadas. No ha sido la anestesia la que te ha hecho soñar tu futuro, he sido yo, tu compañera de toda la vida: la que ahora tiene su trasero despellejado apoyado en los pies de tu cama.




Jardín Casa Azul, actual Museo Frida Kahlo




Frida Khalo fue autora de más de 200 obras, la mayoría de ellas autorretratos en los cuales plasmó sus dolores físicos y psíquicos, pero también su profundo amor por México y por Diego Rivera. Luego de padecer poliomielitis de pequeña, enfermedad que le dejó el sobrenombre de “La cojita” además de la pierna derecha mucho más delgada y débil que la izquierda, sufrió a los 18 años un gravísimo accidente cuando el autobús en el cual viajaba fue chocado por un tranvía. Su columna vertebral quedó fracturada en tres partes, al igual que su pelvis, sufrió también fracturas en dos costillas y en la clavícula. Su pierna derecha se quebró en once partes, su pie derecho se dislocó, su hombro izquierdo se descoyunturó y uno de los pasamanos del tranvía le atravesó la pelvis entrando por la cadera izquierda y saliendo por la vagina. La medicina de  aquel momento le salvó milagrosamente la vida pero la atormentó con múltiples operaciones quirúrgicas (por lo menos 32 a lo largo de su vida), corsés de yeso y diversos mecanismos de estiramiento.
En 1953 se organizó en la Galería de Arte Contemporáneo de la ciudad de México la que sería la  única exposición individual realizada en su país  y durante su vida. La salud de Frida estaba muy deteriorada y los médicos le prohibieron concurrir a la muestra, pero ella llegó en una ambulancia y asistió a la inauguración acostada en su propia cama, la cual se había colocado en el centro de la sala. Ese mismo año le amputaron la pierna derecha por debajo de la rodilla debido a una infección de gangrena. Esto la sumió en una gran depresión que la llevó a intentar el suicidio en un par de ocasiones, además de consolidar su adicción a la morfina.
Frida murió en Coyoacán el 13 de julio de 1954 afectada por una neumonía que terminó con su ya irrecuperable salud. Sus restos fueron velados en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México y su féretro fue cubierto con la bandera del Partido Comunista Mexicano. Su último cuadro es un óleo sobre masonita que muestra varios cortes de sandías en tonos muy vivos. En uno de estos trozos y junto a su firma se puede leer: Viva la vida. Una de sus obras, Autorretrato con chango y loro, puede visitarse en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA).

Texto: Andrea Castro. 

Autorretrato con chango y loro (1942)



martes, 14 de julio de 2015

El pecado de llamarse Colón

Yo no soy Cristóbal Colón y nunca podría haberlo sido. Por mis venas no corre sangre y mis músculos no están hechos de carne sino de piedra. No nací del vientre de una mujer como todos los seres humanos. Yo nací de las manos de un hombre. Mi padre me dio la vida dejando parte de la suya en cada golpe de martillo y cincel. Meditó cada uno de los detalles de mi persona, se preocupó por mis ropas, por la posición de mis manos, y por la expresión de mi rostro. Debo admitir que dudó un poco antes de regalarme ese ceño fruncido que a mí, particularmente, no me gusta para nada. Pero él pensó con razón  que esa expresión era lógica en alguien que había navegado tanto sobre ese inmenso mar de incertidumbres. Todavía lo recuerdo, encaramado sobre mí, dándome los últimos retoques y lagrimeando porque tenía que dejarme solo en lo alto del pedestal. ¡Qué vista privilegiada que tuve desde allá arriba todos estos años! Me sentía un rey mientras disfrutaba del cielo, del río y de casi todo Buenos Aires. Los homenajes, las coronas de flores depositadas a mis pies, y las bandadas de niños que me miraban curiosamente desde abajo, fueron moneda corriente a lo largo de aquellos tiempos. Todos los que se acercaron a admirarme me acompañaron en aquella, supuestamente, interminable alternancia entre la vorágine ciudadana semanal y la calma chicha dominguera. Digo supuestamente porque un buen día todo empezó a cambiar, algunos dirán que para mejor: me gustaría verlos en mis zapatos. 




Primero me enrejaron, alejándome de los niños y de todos los porteños en general; después dejaron de limpiarme y de cuidar la plaza que también lleva mi nombre; luego me rodearon de obras y usaron mis alrededores como depósito de materiales, grúas y empalizadas; y, finalmente, sin siquiera consultarme, vinieron por mí. Desguazaron salvajemente a mis compañeros, desarmaron mi pedestal, y después de atarme de pies y manos, además de amordazarme, me tendieron vilmente en una tumba abierta y sin lápida durante casi dos años.  Yací boca arriba, preso en mi fantasmal sepulcro y sin poder ver a mi amada Buenos Aires, mudo de espanto y de dolor. En esos eternos días, el sol calcinó mis frías formas calcáreas, y la lluvia repiqueteó amenazante sobre mi rostro y mis ropas. Juro que sentí crujir a mis entrañas y agrietarse a mi alma de piedra, pero por más que quise no pude ponerme de pie. ¡”Ay padre, porqué no me hiciste de carne y hueso”!, clamé en silencio durante días enteros, solo y abandonado.







Hoy han venido por mí nuevamente y sin siquiera disculparse, otra vez hicieron conmigo lo que han querido. Volvieron a ceñirme con rugosas correas, me levantaron por los aires y me depositaron sobre un camión. Mi pecho casi estalla en mil pedazos cuando me di cuenta que me separaban de mis hermanos y me alejaban de mi casa. Pero, ¿qué podía  yo hacer? Resignado me entregué a este nuevo viaje pensando que el Almirante seguramente lo había pasado mucho peor en alta mar. Por fortuna, el estar nuevamente en pie me reconfortó un poco. Pude sentir como todas las sales de mis formas rocosas se reacomodaban, y mi postura recuperaba su perdida gallardía. Recorrí la Ciudad lentamente montado en esa especie de barcaza naranja y me emocioné al poder verla nuevamente. Allí estaban las calles de mi ciudad pero, aún más importante, allí estaba mi gente: niños que se quedaban asombrados ante mi paso; automovilistas que frenaban respetuosamente;  jóvenes que buscaban apurados su celular para sacarse una selfie conmigo;  y señoras que se lamentaban susurrando: “pobre Colón”.  Si hubiese podido les aseguro que hubiera levantado mis brazos para saludarlos a todos, pero ya les dije una y mil veces que soy de piedra.
Solo, sin mi padre y sin mis hermanos, me fui de mi antigua casa. Solo llegué a este nuevo lugar y solo esperaré por mi nuevo destino. Solo, como mi alter ego de carne y hueso, el Almirante cuyo único pecado fue descubrir un nuevo continente.








El monumento a Cristóbal Colón, tallado por Arnaldo Zocchi, fue inaugurado en el año 1921. Está realizado en mármol de Carrara,  pesa 623 toneladas y su construcción fue impulsada por el próspero inmigrante italiano Antonio Devoto. La obra fue un  obsequio de la colectividad italiana a nuestra Nación por el Centenario de la Revolución de Mayo. La totalidad del monumento de 26 metros de altura (solo la estatua de Colón mide 6 metros) fue ejecutada en Italia. Llegó a Buenos Aires desarmado y el propio Zocchi se encargó de dirigir su montaje. En su base los diversos grupos escultóricos, inspirados en la Medea de Sófocles, representan a la Ciencia, al Genio, al Océano y a la Civilización. También hay imágenes relacionadas con la vida de Colón y alegorías que remiten a la Fe y al Porvenir.

Texto: Andrea Castro. 
Fotos: Diario Clarín - Archivo. 




jueves, 9 de julio de 2015

The Knick

Podría definirse a The Knick como una serie médica más, una de las tantas que viene produciendo la industria norteamericana desde el éxito contundente de la lejana ER. Pero sucede que esta serie cuenta con un valor agregado que la hace única e irrepetible: narra el día a día de un hospital a principios del siglo XX. A su impecable reconstrucción de época, debe sumarse también la no menos exhaustiva investigación histórica médica que, seguramente, debieron encarar sus creadores Jack Amiel y Michel Begler, y su director Steven Soderbergh. Las técnicas quirúrgicas rudimentarias, y los avances que se van produciendo en las mismas, a lo largo de los 10 capítulos de la primera temporada, hablan a las claras de una solidez en el guión sobre la que se construye gran parte de toda la trama. Digo gran parte porque no todo lo que ocurre tiene que ver directamente con temas médicos. The Knick cuenta además con conflictos de época que abordan temas que en la actualidad supuestamente ya tendrían que estar socialmente superados: violencia de género, aborto clandestino, corrupción policial,  maltrato a los pacientes de bajos recursos, racismo, lucha de clases y xenofobia.





La estrella del hospital es el Doctor John Thackery, magistralmente interpretado por Clive Owen y basado en la figura real  de William Halsted, médico considerado uno de los pioneros de la cirugía moderna a principios del siglo pasado. Owen compone a una especie de iluminado y adicto Doctor House de otro siglo. Si bien su personalidad y su pasión casi obsesiva por el trabajo lo acercan al ya mítico personaje de Hugh Laurie, muchas otras cuestiones lo alejan y le complican  la vida profesional. John Thackery opera sin guantes de látex, sin barbijo, sin ningún tipo de apoyatura tecnológica y apenas cubierto por un delantal blanco. Por suerte toma la precaución de lavarse muy bien las manos antes de entrar al teatro de operaciones y, además, de inyectarse cocaína líquida antes de cada intervención. (Entre paréntesis, cabe recordar que por aquellos años, tanto la cocaína como la heroína se utilizaban asiduamente con diferentes fines terapéuticos). Observado atentamente desde las gradas semicirculares por sus colegas, que  lo admiran y lo envidian al mismo tiempo, Thackery debe explicar a viva voz cada una de sus maniobras, a la vez que escucha todo tipo de comentarios y reacciones de parte de sus espectadores. El nivel de concentración y la asepsia en un lugar así, obviamente brillaban por su ausencia. Al Doctor estrella lo asisten un par de médicos más y una enfermera que cumple la función de chequear los signos vitales del paciente, ¡tomándole el pulso con un reloj de cadena!, y de controlar la anestesia acercándole cada tanto a la nariz un paño embebido en lo que se supone debe ser cloroformo, o una mascarilla con gas.  







El contraste con los hipertecnológicos quirófanos y habitaciones hospitalarias de series como Grey’s Anatomy, o la ya mencionada Doctor House, es brutal pero efectivo: gracias a él no quedan  dudas de que estamos en los albores de la medicina intervencionista, en la cual sus protagonistas se juegan el todo por el todo mientras hacen historia. Lo que lamentablemente nos suena  mucho más cercano y familiar tiene que ver con  algunos temas sensibles como los fondos que no logra conseguir el hospital para seguir funcionando; los actos de corrupción de sus administradores; la discriminación de cierto tipo de pacientes (negros, irlandeses);  el papel de las mujeres, que deben ganarse con mucho esfuerzo su lugar en un mundo de hombres; y las eternas rivalidades entre colegas. John Thackery es un ser torturado, osco y soberbio, pero, por sobre todo, tiene una mente brillante. Es capaz de pasar días enteros sin dormir en pos de descubrir la manera de contener una hemorragia uterina, o de realizar una transfusión de sangre exitosa (en aquel entonces no se tenía muy en claro la existencia de los diferentes grupos sanguíneos). Acostumbrado a requerir los servicios de las trabajadoras del oficio más viejo del mundo, otra similitud con Gregory House, en el fondo John es un ser vulnerable, que sufre por no tener los medios técnicos para poder vencer a la muerte. Thackery vive cada fracaso como una derrota personal porque, a diferencia de House, tiene grandes dificultades para trabajar en equipo. Será un colega negro, otro hombre brillante pero discriminado en el hospital por el color de su piel, el que comenzará a relacionarse de una manera diferente con él. También lo hará la enfermera Lucy Elkins, ingenua jovencita que deslumbrada por el magnetismo de su jefe, se enredara  con él en un pasional y adictivo romance que, se sabe, la hará sufrir y bastante.








El final de la primera temporada deja a The Knick pendiendo de un hilo, con su cierre y traslado ya decidido debido a la falta de fondos y a la mala voluntad de sus benefactores; dos romances en vilo, uno interracial para más datos;  y a un Doctor Thackery descontrolado por sus adiciones y atravesando su peor momento. Por suerte ya se anuncia el estreno inminente de la nueva temporada. A los que no vieron la primera se las recomiendo ampliamente.
  
Texto: Andrea Castro