lunes, 22 de junio de 2015

La infanta caprichosa

“¡A mí la guardia!”. El grito femenino resonó en todo el Alcázar de Madrid, una, dos, tres veces. José, el Aposentador de la Reina, reconoció al instante la voz cantarina de Isabel Velasco, la dama de honor de la Infanta. Tiró por los aires los papeles que estaba preparándole a Su Majestad para que firmara, y se precipitó hacia las estancias de la pequeña Margarita desenvainando su espada. Corriendo a toda velocidad superó a los soldados que también marchaban en socorro de la real niña, pero se paró en seco al darse cuenta que los gritos de Isabel provenían de otra parte del palacio. En ese instante un pensamiento iluminó como un rayo su cerebro: la Infanta estaba hacía media hora posando para un nuevo retrato en el taller de Velázquez. Giró sobre sus talones, volvió a pasar a los desconcertados guardias y corrió como alma que lleva el diablo: conociendo a Diego la Infanta podía estar en peligro. Entró a los tropezones y lo que vio, lo dejó de una pieza. El taller era un desastre, el caballete, la paleta y los pinceles estaban desperdigados por el piso; Diego agarraba a la pequeña por los encajes de su vestido y, mientas la sacudía, le gritaba a voz en cuello: "¡me tienes harto, eres una malcriada y una caprichosa!" Isabel, prendida del brazo derecho del pintor, intentaba separarlo de la Infanta a la vez que seguía llamando a la guardia como una loca, y el mastín español, fiel perro de la corte, saltaba y ladraba sin parar defendiendo a su amita.
José se puso en guardia espada en mano y gritó con tono de mando: “Velázquez, suelte ya mismo a Su Majestad o se atendrá a las consecuencias. Se lo advierto, señor, esta belleza combatió a mi lado muchos años y nunca me ha fallado”. Automáticamente el pintor soltó a la niña que corrió sollozando hacia los brazos de su dama de honor. Isabel la calmó como pudo y, antes de llevársela a sus aposentos, se paró frente a Diego, lo miró con furia, y le dijo con bronca: “debería darle vergüenza, es una niñita de cinco años”. Acto seguido, salió de la habitación con gran meneo de sus faldas y su guardainfante, consolando a la acongojada Margarita.
-Esa mujer está loca por ti, ya te lo he dicho –le espetó José, muerto de risa y envainando la espada.
-Amigo, me has asustado –le contestó Diego-¡qué voz de autoridad!
-Y bueno hombre, tuve que disimular un poco, los gritos de Isabel han atraído a casi toda la guardia real.
Ni bien José Nieto terminó de decir esto aparecieron veinte soldados enfundados en sus respectivas armaduras y blandiendo las espadas. “Tranquilos caballeros, tranquilos. Aquí no ha pasado nada, todo ha sido solo una nueva rabieta de la Infanta”, terció José levantando sus brazos al aire. Una vez que se retiraron los soldados, ambos amigos  se sentaron cerca del fuego para disfrutar de un magnífico ron traído de contrabando desde el Caribe.
-Ay, querido amigo, este nuevo encargo me está volviendo loco. Ya no aguanto más ser el pintor de cámara del Rey, son demasiados años a su servicio.
-No seas desagradecido Diego, vives bien, viajas por encargo y en representación del Rey de España, tienes tu taller dentro de un palacio; ¿qué más quieres?
-Tiempo. Necesito tiempo para mis propias obras, las tengo abandonadas. ¡Mira a mis pobres hilanderas a medio terminar!
-Siempre te has hecho tiempo para tus trabajos Diego, no entiendo qué pasa ahora contigo. Te noto abatido y me preocupa.
-Son los años, querido José, ya no puedo pintar toda la noche y luego cumplir con mis tareas en palacio durante el día. Mis ojos ya no son los mismos y mi pulso tampoco.
-¡Pamplinas! Aquí pasa otra cosa. Te conozco y eres capaz de pintar medio moribundo.
Diego empinó su segundo trago de una sola vez, tomó coraje y se confesó con su fiel amigo. La penumbra de ese austero, pero bien provisto taller, fue testigo de la total falta de inspiración que desde hacía varios días perseguía al maestro.
-Es esa niña, José, -dijo por fin Diego al borde del llanto- no la soporto. Imagínate que quiere que todos estén presentes en su retrato, su perro, sus meninas, sus enanos, ¡hasta sus juguetes! ¡Por Dios, como haré para poner a todos en un mismo cuadro! No tiene sentido, José, no le encuentro un sentido.
-Te entiendo amigo, Dios se apiade del futuro marido de esa chiquilla, es un demonio. A propósito, ¿sabes que se dice en la corte que piensan casarla con su tío el Emperador Leopoldo?
-¡Pobre hombre!-exclamó Diego, mientras encendía un par de candelabros.





El atardecer ya hacía imposible ver más allá de la propia nariz, José servía una nueva ronda de tragos y pensaba en silencio la manera de ayudar a su leal amigo. De pronto, y casi al mismo tiempo que la sala se llenaba de luz, Nieto rompió el silencio: ¿”te alcanzan tres días”?
-¿Para pintar el retrato? Ni estando borracho.
-No hombre, te ofrezco tres días libres para que hagas lo que te apetezca y te saques un poco de la cabeza a la chiquilla y a sus caprichos.
-¡Tres días para mí solo serían un bálsamo del cielo! –se entusiasmó Velázquez.
-Entonces los tendrás. El médico del Rey me debe un favor, le he salvado el pellejo en un asunto de polleras, y creo que es el momento de cobrárselo.
Todavía incrédulo y profundamente emocionado, Diego abrazó a su amigo, y su cansado rostro se iluminó con un fulgor que hacía semanas lo había abandonado.
Los siguientes tres días fueron para Velázquez como un sueño hecho realidad. Los pasó recorriendo los  bellos jardines del alcázar; pintando a sus adoradas hilanderas en el taller; y bebiendo en la fonda de Manolo, que por esos días estaba muy animada debido a la llegada de una caravana de gitanos. Tan recuperado estaba el pintor, que hasta tuvo tiempo de hacer algunos bocetos de los recién llegados, y propiciarse un par de lances amorosos con una gitanilla de profundos ojos negros y cuerpo de porcelana. Con el correr de los días Diego recuperó su alegría, su paz interior y, fundamentalmente, su energía creativa. Parecía como si el falso diagnóstico del médico real hubiera sido cierto, y sus recomendaciones para el supuesto enfermo, una excelente medicina.
Promediando el tercer día, Diego entró estrepitosa y visiblemente exaltado a los apartamentos de José Nieto, lo abrazó con fuerza y le dijo:”hermano, te debo fidelidad absoluta por lo que me reste de vida. Pídeme lo que quieras y cuando quieras”.
-Por el brillo de tus ojos me parece que ya le has encontrado sentido al retrato de la Infanta –le dijo José con una sonrisa pícara.
-¡Así es, amigo de mi alma, así es! Todos estarán allí: María Sarmiento, Isabel Velasco, María Bárbola, Nicolás Pertusato, Mariana Ulloa, los Reyes, tú, y hasta… ¡yo mismo!
-Pero, ¡te has vuelto loco!, más que un retrato será una procesión. Ahora soy yo el que no le encuentro sentido a tu obra.






Mientras caminaba hacia uno y otro lado del gran salón y gesticulaba ampulosamente, Velázquez, le relató con lujo de detalles a su amigo y confesor lo que había soñado la pasada noche. La potente imagen lo había despertado en plena madrugada. Desesperado, la había dibujado a la luz de la luna, semidesnudo, temblando de frío y mientras le ordenaba a sus sesos no olvidarla. A la mañana siguiente, ya vestido y despatarrado bajo las buganvillas florecidas del jardín real,  todo fue aún más claro. El precario boceto se transformó así, en ese enorme y magnífico retrato que en unos meses estaría materializado en el caballete de su estudio. Nieto, perplejo, intentaba seguir el relato del pintor y ver, lo que con tanta claridad, parecía ver Diego en el interior de su cabeza. Lamentablemente no lo lograba ni por casualidad.
-La verdad no lo veo, querido Velázquez, no puedo pensar como tú. ¡Por algo eres el pintor de la corte y yo solo el aposentador de la reina! –concluyó, riéndose a carcajadas.
-Tranquilo José, no te defraudaré. Tú me has dado tres días de libertad, pero yo te debo el resto de mi vida como pintor.
Casi un año más tarde, José Nieto, uno de los hombres más adustos, serios y circunspectos del palacio, no podía contener la emoción que le producía ver plasmado en el lienzo, ese retrato fantasmal que no se le había querido revelar aquel lejano medio día en su sala de trabajo. Las lágrimas corrían por sus mejillas cuando se unió a Diego en un fraternal abrazo. "¡Dios bendito, no quiero pensar lo que hubieras creado si te conseguía seis días de reposo!"





Diego Rodríguez de Silva y Velázquez pintó la obra conocida como Las meninas o como La familia de Felipe IV en 1556, aunque algunos historiadores lo fechan entre 1559 y 1560. Este maravilloso cuadro es, hasta el día de hoy, objeto de las más variadas interpretaciones desde que en el año 1819 comenzó a ser exhibido como parte de la colección del Museo del Prado que, dicho sea de paso, fue inaugurado ese mismo año. Lo que más impacta de la obra es su atemporalidad ya que, si bien Velázquez puede considerarse un pintor barroco, muchas de las características de sus cuadros no lo son. El particular punto de vista que utiliza el artista, y el juego visual que remite a la idea de cuadro dentro del cuadro que en él se establece, es único para su época y se adelanta un par de siglos a planteos que serán moneda corriente entre las vanguardias artística de finales del siglo XIX y principios del XX.


La Infanta Margarita Teresa de Austria se casó con  el hermano de su madre (su tío el emperador Leopoldo I de Austria), tuvo cuatro hijos durante los seis años que duró su matrimonio, y murió a los 21 años a causa de las complicaciones surgidas luego del difícil parto de su última hija. 

Texto Andrea Castro.

domingo, 7 de junio de 2015

Los ojos de Pablo

Mi nombre es Carmen. Nací en Barcelona y de joven fui una humilde florista que pasaba sus días ofreciendo rosas, violetas, jazmines, y otras yerbas a los transeúntes de las callecitas de la ciudad vieja. Mis tareas comenzaban antes de que saliera el sol, ya que a las seis de la mañana llegaban las flores frescas al puesto de mi patrón. A esas horas yo ya debía estar preparada para comenzar a armar los ramos que luego vendería en esquinas, bares y plazas. Todas las madrugadas me visitaba un grupejo de maduras prostitutas que salían a estirar las piernas después de una ardua noche de trabajo. Alegres y zalameras, pero conocedoras de los sinsabores de la vida, hacían bromas, me convidaban un pitillo y casi siempre me compraban algunas flores para engalanar sus sensuales cuartos de burdel. A pesar de que mi madre me lo tenía absolutamente prohibido yo charlaba con ellas y las aceptaba tal como eran: escandalosas, boquiflojas, desvergonzadas y, a mi entender, libres. La vida me haría entender muchos años después que en realidad eran esclavas de una realidad que las superaba y que, ni sus vistosas ropas, ni sus aretes, o sus kilos de maquillaje, podían ocultar la profunda tristeza que guardaban en lo más profundo de su ser.




Una fría mañana de otoño se me acercó tímidamente Isabel para hablarme en representación del resto de sus compañeras. Resultaba ser que un pintor que frecuentaba el burdel les había propuesto posar para él durante varios días  a cambio de una considerable cantidad de dinero que les cubriera el lucro cesante. Pablito, como lo llamaban las muchachas, necesitaba cinco mujeres jóvenes y de buenas carnes, que estuvieran dispuestas a pararse desnudas frente a él durante todo el día. Ellas no tenían ningún problema en aceptar la oferta del artista y estaban encantadas con la idea. Pero había un inconveniente y residía en que eran cuatro. Por más que se esforzaban no  podían encontrar una compañera que estuviera a la altura de las exigencias de Pablito. Por mi edad, a pesar de que era un poco más joven que ellas, y por mi contextura física, Isabel había pensado que yo era la indicada para completar el conjunto de cinco “señoritas” requerido. De lo que no estaba segura era que me animara a posar desnuda y algo de razón tenía. De movida me escandalizó la idea porque no quería que, por compartir el trabajo con ellas, el pintor me considerara una nueva integrante del burdel que todavía no le había sido presentada. Isabel lanzó una carcajada y me tranquilizó al respecto: “Pablito nos conoce a todas a cien kilómetros a la redonda y además te ha visto vendiendo flores por todo el barrio”. Solo quedaba por resolver entonces el tema de la desnudez. Lamentablemente no había segundas posibilidades en ese aspecto ya que el señor Picasso estaba trabajando en un retrato de conjunto que incluía a cinco mujeres sin ropa. Dudé mucho pero finalmente acepté, persuadida por el dinero y por la promesa de las muchachas que juraron protegerme y cuidarme como a una hermana menor.





Aunque el pago que recibí superó con creces lo que yo podía ganar en un par de meses vendiendo flores, lo que viví aquellos días no tiene precio. Mi vida cambió por completo gracias a las palabras y, por sobre todo, a los ojos de ese hombre que mis compañeras llamaban Pablito. En aquél tiempo, el señor Picasso era un joven de 26 años que ya comenzaba a hacerse conocido en los círculos artísticos de la ciudad. No muy alto, de anchas espaldas y andar veloz, se destacaba por la fuerza arrolladora y la intensa vitalidad que irradiaba su persona en todo momento pero, sobre todo, cada vez que tomaba una paleta y un pincel. Casi con desesperación el señor Picasso comenzaba a trazar líneas que se multiplicaban y se cubrían de colores, de sombras y de sentires. Cuando las cosas no le salían bien, maldecía con su fuerte vozarrón y se quedaba estático mirando fijamente la tela que tenía delante; solo Dios sabe lo que pasaba por su mente en esos momentos. La mayoría de las veces, luego de unos minutos, su rostro se iluminaba, una fuerte carcajada le sacudía el cuerpo y gritaba a voz en cuello: “¡Picasso, eres un genio!”. Al instante volvía frenéticamente al trabajo corrigiendo el lienzo ya montado o arrancándolo del caballete para comenzar con otro desde cero. Las manos, los gestos, la alegría y la voz de ese hombre eran descomunales, pero sus ojos, sus ojos eran directamente de otro mundo. Los ojos de Pablo, así comencé a llamarlo por su propio pedido a la semana de posar para él, eran dos carbones incandescentes, dos brasas eternamente encendidas que, al mirarte, parecían penetrar tu alma.











Cuando tienes que estar horas enteras casi inmóvil y manteniendo una misma posición, tu mente debe concentrarse en algo que la entretenga y le permita olvidarse de lo que está haciendo o, mejor dicho, no está haciendo el cuerpo al cual maneja y domina. Yo decidí concentrarme en los misteriosos ojos de Pablo. Durante los primeros días de trabajo mi cuerpo entero reaccionaba ante su tremenda mirada. Sus pupilas me quemaban la piel, sentía que recorrían con fruición mi cuerpo intentando extraer algo de mis formas humanas. Era como si sus ojos buscaran mi esencia, mis formas más primarias y ocultas. Mis mejillas ardían y la vergüenza me impedía mantener erguida la cabeza. “¡Carmen!, la postura niña, la postura”, me retaba Pablo sin cesar. Ninguna de mis compañeras se sentía intimidada por él y mucho menos por su mirada, ya que lo conocían desde hacía años y, además, estaban acostumbradas a tenerlo en sus camas. “Pablito es como la mayoría de los hombres, un seductor que irá por la vida rompiendo corazones hasta el final de sus días. Ni se te ocurra enamorarte”, me decía Isabel. Yo, mucho más joven e inexperta, por momentos pensaba que ella tenía razón y que mis razonamientos se debían a que no sabía nada de cuestiones amorosas. Sin embargo, algo me decía que ese hombre era distinto y que ese fuego que brotaba de sus ojos era la consecuencia de un volcán que, en realidad, ardía en su interior. Poco a poco fui perdiendo el miedo y la vergüenza y comencé a “estudiar” a ese hombre intrigante. Mientras posaba lo miraba detenidamente, casi con desparpajo, escrutando cada uno de sus gestos y movimientos. Me costó trabajo, pero por fin descubrí que Pablo usaba sus ojos para absorber con avidez el mundo que lo rodeaba. Todo iba a parar indefectiblemente a ese volcán que crepitaba tanto en su alma como en su mente, y allí todo se transformaba. Esa especie de transfiguración casi mágica era hábilmente representada luego por sus manos de las que brotaban cientos de dibujos, bocetos, cuadros, figurillas, collages y hasta platos de cerámica. Pablo era capaz de hacer arte hasta con sus cajas de pitillos porque, siempre al acecho, sus ojos cazaban retazos de la realidad para transformarlos en algo impredecible y siempre nuevo.






Los días fueron pasando entre las risas estruendosas y las bromas de las muchachas del burdel, los retos de Pablo para con ellas, y mis cada vez más exaltados pensamientos. Picasso era estricto y no nos dejaba ver el otro lado del gran lienzo en el cual trabajaba afanosamente. Yo, desde mi posición de modelo, me desesperaba por no poder atravesar la tela con mis ojos para poder espiar que era lo que estaba creando el maestro a partir de la visión de nuestros cinco cuerpos. Una tarde, durante un descanso, y aprovechando que Pablo estaba ocupado con un visitante inesperado, tomé coraje, me escurrí por delante del caballete, levanté la tela blanca que lo cubría y me quedé pasmada. No habían pasado ni dos minutos cuando sentí una puñalada en la mitad de mi espalda. Me dí vuelta muy despacio, temblando y sabiendo que me iba a encontrar con el filo ardiente de los ojos negros de Pablo. Aterrada alcancé a murmurar: “perdón señor Picasso”, e instintivamente clavé mi mirada en el piso de madera del estudio. En esos momentos me hubiera sido imposible soportar el brillo de sus ojos. Luego de unos instantes que me parecieron siglos, y ante mi asombro, Pablo lanzó una pequeña risita y me desafió a que le contara que me parecía su nueva obra. Lívida y casi sin pulso, volví a mirar el cuadro y solo atiné a preguntarle: “¿por qué algunas señoritas llevan máscaras?”. Su rostro se descompuso y por primera vez en siete días ví que sus ojos se nublaban. Sentí claramente como su volcán interior se aplacaba arrasado por la emoción: “¿cómo sabes tú que son máscaras? me interrogó con la voz casi quebrada.
Algunos años después comprendí que en aquel momento, ese monstruo vital que se comía el mundo con los ojos, se había emocionado hasta el tuétano al darse cuenta que una simple florista había podido “ver” en esa obra cosas que ni sus amigos intelectuales más allegados habían sido capaces de percibir. Siempre que recuerdo esa tarde a la distancia agradezco haber podido vencer mis inhibiciones y darme cuenta que  frente a mí había un joven que, al igual que yo, estaba luchando por encontrar su lugar en el mundo. Pablo sabía que lo que tenía para mostrarles a los demás era único, nuevo y transgresor. Pablo también sabía que el camino para hacerlo iba a ser largo, difícil y quizás agotador: no era una novedad que los artistas que empezaban a agitar las aguas proponiendo cambios rotundos eran casi siempre crudamente rechazados. Pablo estaba convencido que debía mostrarse fuerte y arrollador para empezar a jugar con cierta ventaja esa larga partida de ajedrez que le proponía la vida.






A partir de ese día yo fui la única modelo autorizada a mirar del otro lado del caballete y a mantener con el maestro largas charlas que se hicieron cada vez más frecuentes. Nada de lo que les dije pudo sacarles de la cabeza a mis compañeras la idea de que Pablo se había convertido en mi amante o, mejor dicho, que yo me había convertido en la suya. Isabel se culpaba por haberme llevado al taller y acongojada me repetía, una y otra vez, que no se me ocurriera enamorarme de Pablito. Ninguna de ellas pudo entender nunca que era lo que realmente nos había unido al maestro y a mí.
El último día de trabajo Pablo me apartó del resto de las muchachas y, a pesar de mi negativa, me entregó un sobre con el doble de la paga convenida. “Invierte bien este dinero y haz algo con tu vida. Tú no naciste para ser una simple florista. Cómete el mundo y deja que el mundo te coma también, asómbrate siempre y no dejes de sentir curiosidad hasta por las cosas más banales. Ten fe en ti misma que vas a llegar lejos. Te lo digo yo, Pablo Picasso”.  Hoy reconozco que no tuve más alternativa que hacerle caso porque me fue imposible resistirme a esas palabras y, sobre todo, a esos ojos.





Las señoritas de Avignon 1907

“Las señoritas de Avignon” es un óleo sobre lienzo pintado en el año 1907 por Pablo Picasso. Permaneció varios años en su estudio sin que lo diera a conocer al público. Picasso solo lo mostraba a amigos y a algunos críticos porque tenía miedo de que no fuera entendido. Si bien se lo considera como el primer cuadro cubista, no lo es. Más correcto sería decir que fue el punto de partida del cubismo gracias a Apollinaire, uno de los amigos que vió la obra en su estudio y le dio ánimo para que continuara con sus trabajos sobre esta nueva forma de representación pictórica. Esta obra maestra del siglo XX se puede ver en persona en el museo MOMA de New York.


MOMA- New York 

Autorretrato 1907
Texto: Andrea Castro.