domingo, 8 de junio de 2014

El retrato

Hacia un buen rato que Leonardo no paraba de maldecir mientras  se acercaba a la ventana, una y otra vez, para abrir y cerrar las cortinas, sin saber cuál era la mejor manera de lograr que ese calor agobiante no entrara en la habitación. Odiaba pintar cuando hacía calor, en realidad en este momento odiaba al mundo entero. Maldecía el minuto en el que había saludado a Carlo en el mercado esa mañana. Asomado a la ventana, meditaba ahora, como podía ser posible que en un segundo se pasara de un cordial saludo, al compromiso de tener que pintar el retrato de la prima de la mujer de un conocido del mercado. Por fin cerró las pesadas cortinas de un furioso tirón, como queriendo terminar ese maldito día de una buena vez aunque solo fueran las tres de la tarde. Las tres de la tarde. Tenía que apurarse, la fulana estaba por llegar de un momento a otro. 

Salió corriendo hacia el estudio y, como pudo, despertó de su temprana borrachera a sus infaltables músicos. Les ordenó a los gritos que tocaran algo alegre, pero suave, ya que hacía rato que le dolía la cabeza. ¡Ay, si no fuera porque necesitaba dinero para viajar a Francia a ver al Rey, con que ganas hubiera mandado a Carlo a tomar fresco!, se lamentaba mientras preparaba las pinturas y el caballete.
El calor  era infernal, el reloj marcaba las tres y veinte y la doña no aparecía. Evidentemente todos los planetas estaban en su contra en ese día fatídico. Mientras bebía un largo sorbo de limonada fresca pensaba en su  próxima y misteriosa modelo. ¿Por qué Carlo se había negado a decirle como era su pariente política? ¿Sería tan horrible, o sería una belleza incomparable e imposible de describir con palabras? La cabeza lo estaba matando, los músicos desafinaban y, para colmo se acordó de que esa noche habría luna llena. Temblando pensó: “una de dos, hoy me muero o pinto el cuadro más famoso de la Historia”. Luego de tirarles un poco de agua a los músicos, que a esa altura ya tocaban cualquier cosa, se le ocurrió escaparse a otro país o hacerse meter preso. Estaba claro que soportaría cualquier cosa con tal de no pintar en ese día de tan mal augurio.
Compenetrado en definir su futuro inmediato de pronto escuchó sonar el pesado llamador de la entrada, fueron tres golpes secos que parecieron tres llamadas salidas del mismo infierno. Un escalofrío le corrió por la espalda y tardó un siglo en bajar a abrir la puerta. Cuando por fin la abrió, se quedó boquiabierto. Delante suyo había una mujer, ni horrenda, ni hermosa, sino, como le había dicho Carlo, simplemente indescriptible. Inmediatamente se preguntó cómo haría para pintarla. Un halo misterioso la rodeaba y al mirarla se podría asegurar que si mil personas la miraran, darían mil distintas interpretaciones sobre ella.
Pasados unos cuantos minutos y viendo que el maestro no dejaba de observarla con un evidente estupor, la joven la extendió la mano, le sonrió con una sonrisa que seguramente desvelaría a más de un ser humano y, con la voz más dulce que se halla oído jamás, le dijo: “buenas tardes, maestro, me llamo Mona pero me dicen Lisa”.






Leonardo Da Vinci pintó La Gioconda (La jocosa o alegre) entre 1503 y 1506. Es el ejemplo más logrado de su excepcional técnica de sfumato y fue conservado por el artista hasta su muerte. Se dice que fue su última gran obra, que la siguió retocando por años, que es un autorretrato, que la sonrisa de la modelo esconde un secreto milenario y mil cosas más. La realidad es que se ha convertido en uno de los retratos más misteriosos y famosos de la Historia del Arte, que fue robado en 1911 por encargo, supuestamente, de Pablo Picasso y que fue protegido más que a la propia ciudad de París durante la Segunda Guerra Mundial. Hoy, miles de personas lo visitan todos los días en el Salón de los Estados del Museo del Louvre. 

Texto: Andrea Castro. 

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